¿Por qué nunca nos gustan los finales de las series?

A nadie le gusta que las cosas se acaben, sobre todo si éstas conllevan altas dosis de placer: las vacaciones nudistas en Formentera, el efecto narcótico del alcohol en nuestro torrente sanguíneo transformándose en resaca mortal, ese momento que esperamos durante meses ahora arrinconado, un recuerdo lejano…

Lo que es verdaderamente insoportable es asistir al final de nuestra serie favorita. Y da igual que se trate de Juego de Tronos (2019), Lost (2010), Los Soprano (2007), Expediente X (2002) o Twin Peaks (1991)…, porque en todas esas franjas anuales, con sus coyunturas humanas y sociales, entre la televisión y la fibra óptica, nadie pareció estar contento con el último episodio, con la excepción de aquellos que se negaron a verlo para evitar el mal trago.

En lo relativo al invierno que nunca llega, al tal Jon Snow y sus luchas internas con el enano, la decepción es todavía mayor porque nos pilla en la era de la barra de scroll, herramienta que procura contenidos infinitos con el simple contacto de nuestro dedo sobre la fría pantalla del móvil. Y sobrevuela sobre nuestras cabezas el dragón de la precuela, y la secuela de la secuela, y si no, siempre nos quedará Marvel o Disney, varias alternativas para evitar la versión final y definitiva de esa hora y media semanal de desconexión en el sillón, el metro o la cama, lejos de todo, más cerca de nosotros.

¿No se suponía que los desenlaces, a pesar de llegar siempre en el peor momento, servían para dar sentido a una historia que fue creciendo a medida que nos hacíamos un poco más viejos? Resulta que, en el siglo XXI, los cuentos han dejado de escribirse para apaciguar nuestra confusa cabeza; ahora sirven para informarnos, para advertir sobre ciertas pautas de comportamiento, se han convertido en metadatos que se replican una y otra vez a cualquier hora del día y el espacio.

Así hemos desterrado los finales de nuestras vidas, incluso solicitamos escribirlos nosotros mismos en un intento —un poco absurdo por otra parte— de adaptarlos a nuestra propia conveniencia. El desenlace ya no es conclusión porque no representa más que una nueva oportunidad para seguir hablando de algo que no termina… hasta que encontremos el substituto perfecto, el enésimo fenómeno televisivo en Netflix, HBO o Amazon Prime. Qué pena.

Y si todo principio es inesperado, ¿dónde hay que firmar para que el final también lo sea?

«Juego de Tronos» me parece una mierda

Siempre desconfío de los fenómenos masivos, aquellos que fagocitan el interés de un mundo rodeado por el mar de la mediocridad. Y no es porque la popularidad no me parezca un fenómeno interesante en sí mismo —ahí tenemos a VOX aprovechándose de la ignorancia del populacho—, sino porque todo ese despliegue de mercadotecnia, tíos follando, princesas peroxidadas, dragones y héroes que mueren a las primeras de cambio me produce una sensación parecida a la que tengo cuando escucho hablar al mequetrefe de Pablo Casado.

La comparación con estos partidos políticos no es aleatoria y responde al hecho de que la serie, creada por el barbudo ralo George R.R. Martin, trata de manera diáfana las luchas por el poder, coloca en el centro de la acción a un enano con el que comparto cabeza, tiene lugar en un invierno que amenaza con llegar pero que se pierde por el camino a lo largo de treinta y dos estaciones —sin contar las películas que vendrán después— para terminar pareciéndose a series como Dinastía y Santa Barbara, pero con menos laca y más efectos 3D.

Puedo imaginarme al pobre George desesperado, escribiendo bajo la presión de los ejecutivos de HBO, ávidos por seguir explotando el filón y la paciencia de unos televidentes que ya no saben si John Snow es el amante de Tyrion, si al final resulta que los Lannister no pagan todo lo que deben cuando se van de compras y por qué Khal Drogo, el vigilante de la playa tatuado más cachondo de la historia de la televisión, tuvo que morir tan pronto si con su sola presencia moríamos de tórrido amor.

Lo dicho; Juego de tronos me parece una mierda y no sólo eso. Por culpa del fenómeno tronista, Croacia se ha convertido en lugar de peregrinación de garrulos como Abascal y Ortega Smith que ahora se dedican a recorrerla a caballo para reconquistar los Siete Reinos. Como decía Tywin Lannister: «Cualquier hombre que tenga que decir ‘yo soy el rey’ no es un rey de verdad»… y tampoco una serie o un partido político.