Llegan las listas

Cada año llegan antes. Así el tiempo se pasa con nosotros y lo vengamos con listas de libros y canciones sueltas —antes discos—, logros pocos y resoluciones de mala calidad. ¡Ay, el año, compendio de actos que deben ordenarse para rellenar un hueco! Sucede cuando se da por terminado, aunque aún le quede. También con el amor, y por eso recordamos cómo fuimos en él y por él, podemos resistirnos al olvido de lo bueno y calentar la memoria ante el invierno en ciernes.

Parece que las listas resumen, confieren estructura a la próxima extinción masiva, son más fáciles de leer y escuchar que el asunto en sí mismo. Incluso compartirlas viene a confirmar que nos parecemos en algo, poca cosa ya que lo que es propio de muchos implica un anhelo de ser únicos. Tampoco se libran los niños que, sin darse cuenta, ponen en práctica maneras de viejos. Conviene adelantarles que, así y en general, casi nunca llega el regalo que ocupa el primer lugar, ese de las mayúsculas y el doble subrayado. A los adultos, claro.

Como cada día, el 21 tuvo cosas. Comenzó con las mascarillas al aire y terminó malo dejando lo peor atrás. El próximo debería incluir la reconciliación como cabeza de lista. Con esta realidad dislocada, con aquellos difíciles de entender, con el papel y el mar Menor, con la música para bailar, con la paciencia, los condones y el silencio. Por supuesto, quedan fuera los jerséis navideños y las cenas de empresa. Curiosa forma de adaptarnos al caos, curiosa forma de sentirnos vivos.

¿Cómo escuchamos música en 2020?


Los de Spotify son más listos que el hambre. Y no sólo porque pagan poco, mal y tarde, sino porque se han currado un caleidoscopio a modo de resumen con el que recordar a sus usuarios, por si no lo sabían, su actividad melómana traducida en cifras. Así es, somos la música que escuchamos y poco más, barcos de arroz a la deriva con un ritmo en mente, quizás un podcast o aquella canción que sonaba de fondo la primera vez que follamos. Pero lo más importante en este año de pérdida —un detalle en el que no han caído ni siquiera los rusos— es definir un poco mejor nuestra forma de escuchar música. Cada uno con sus limitaciones y sesgos, sus placeres culpables y sorderas a la moda. Sí, han sido meses de mucha mierda y, sin embargo, ahí estaba, siempre a punto, esperando a ser descubierta, tendiéndonos la mano. El mundo se detiene y ella sigue… fuera de las listas.

Qué mejor manera de agradecerle nuestra salvación que no limitándonos a disfrutarla por el simple placer que nos dispensa, por la compañía que procura mientras cocinamos, por el mundo que teje dentro del mundo. Es escape, y también algo más. Nos permite encontrar un sentido a lo invisible y, en ocasiones si la canción es redonda, reaparece ante nosotros con un mensaje en braille; misma forma, distinto contenido. Copland se refería a ese nivel como expresivo. Siempre significa algo, nunca podemos explicar del todo qué.

Por último, y esta es una idea mermada por la falta de tiempo a la que nos hemos acostumbrado, la música se desliza en un plano de pentagramas y color, tonalidades y motivos, cimientos que sostienen su parte sensual y expresiva. No es cuestión de notas, melodías o compases, va más acá, y aspirar a ese nivel de conciencia convierte la (simple) escucha en una escucha con propósito, probablemente lo único que respetará el 2020. Y «recuerda: la información no es conocimiento, el conocimiento no es sabiduría, la sabiduría no es verdad, la verdad no es la belleza, la belleza no es el amor, el amor no es la música, la música … la música es lo mejor». Ni Spotify conseguirá cambiarlo.

Ilustración: Henn Kim

El mejor solo de guitarra de la historia

No hay nada más inútil en el mundo que establecer listas sobre todos esos supuestos logros alcanzados por la humanidad en sus escasos 140.000 años de vida sobre la faz de la tierra: la mejor película X de la historia, el mejor deportista de todos los tiempos, lo mejor del 2069, el premio al mejor pincho y la mejor novela negra en tapa dura, la serie del año, el mejor Joker… y así hasta obtener una relación ordenada y piramidal basada en percepciones individuales erigidas, de pronto, en monumento.

Sin embargo, amigos músicos —es una forma de hablar porque los músicos se abrazan entre el odio y la envidia—, de entre todos los solos de guitarra eléctrica existe uno que arrasa al de Jimmy Page en «Stairway to Heaven«, al de David Gilmour en «Comfortably Numb«, incluso, por seguir con la dichosa lista, al de Eddie Van Halen en «Eruption» o Slash en «Sweet Child o´ Mine«. Porque ese primer puesto le corresponde a un guitarrista con nombre de pizzero que falleció diez días después de su grabación… tras caer por una escalera con un desnivel insignificante. El pobre diablo, oriundo de Jamesville, NY, cobró 21 dólares por 17 segundos en los que se concentran todos los elementos de expresión que definirían el instrumento en el futuro, en este caso una Gibson ES-300 con un parecido prodigioso a la mesilla sobre la que se coloca el Ableton Live.

La canción a la que nos referimos es «Rock Around the Clock» de Bill Haley y el guitarrista en cuestión encabeza la lista de esos grandes olvidados, probablemente la única sucesión de elementos sucesivos que importa de verdad; una canción para nadie; ese silencio.