Puede que perder a alguien al que has querido bien se parezca a la muerte. Al menos los primeros días, estaciones. La extrañeza pesa como el mármol porque, si él o ella no está, tú ahora tampoco. Entonces te desvelas siendo todavía noche, más solo, más flaco. A tu lado yace lo que fuiste una vez antes, huesos, hueco sin reemplazo. Poco importan las palabras, menos el tiempo. Echar de menos cuenta como enfermedad. Remediable, eso sí. El mundo ahí fuera se vacía, es esa cama con dos almohadas, una sin pelos.
Sentir la falta recuerda a la nada en un domingo. Extrañas la ternura entendida como bálsamo, única porque procede de ese rincón secreto, de dos a los que nadie ve salvo las paredes de una casa. La confianza se construye con abrazos y algo de mortero. Ni siquiera los amigos pueden dártela, aunque lo intenten. También extrañas la locura de poder ser tal y como tú te miras, con el otro cerca, con todos los defectos y el brillo de los ojos aún intacto. El rastro se intuye en la pintura, en el recuerdo. Será que vives.
Así echas de menos, creyendo que nunca nadie podría hacerlo de la misma forma, ni siquiera el extrañado. ¿Cuánto tiempo puede durar una costumbre? Con esta duda vamos dejándonos atrás, más despacio que el tiempo, con los días y su afán tapando la grieta… a pesar de que te conduzcan indefectiblemente al otro, ese que ya no está, que fue, que respira bajo un cielo sin aire. No hay nada peor que recordar un tiempo feliz en un instante triste. Y a pesar de ti amanece.
