Echar de menos

Puede que perder a alguien al que has querido bien se parezca a la muerte. Al menos los primeros días, estaciones. La extrañeza pesa como el mármol porque, si él o ella no está, tú ahora tampoco. Entonces te desvelas siendo todavía noche, más solo, más flaco. A tu lado yace lo que fuiste una vez antes, huesos, hueco sin reemplazo. Poco importan las palabras, menos el tiempo. Echar de menos cuenta como enfermedad. Remediable, eso sí. El mundo ahí fuera se vacía, es esa cama con dos almohadas, una sin pelos.

Sentir la falta recuerda a la nada en un domingo. Extrañas la ternura entendida como bálsamo, única porque procede de ese rincón secreto, de dos a los que nadie ve salvo las paredes de una casa. La confianza se construye con abrazos y algo de mortero. Ni siquiera los amigos pueden dártela, aunque lo intenten. También extrañas la locura de poder ser tal y como tú te miras, con el otro cerca, con todos los defectos y el brillo de los ojos aún intacto. El rastro se intuye en la pintura, en el recuerdo. Será que vives.

Así echas de menos, creyendo que nunca nadie podría hacerlo de la misma forma, ni siquiera el extrañado. ¿Cuánto tiempo puede durar una costumbre? Con esta duda vamos dejándonos atrás, más despacio que el tiempo, con los días y su afán tapando la grieta… a pesar de que te conduzcan indefectiblemente al otro, ese que ya no está, que fue, que respira bajo un cielo sin aire. No hay nada peor que recordar un tiempo feliz en un instante triste. Y a pesar de ti amanece.

Ilustración: Guy Billout

Se ha rapado la cabeza…

Sé que muchos de vosotros estáis pasando por lo mismo. Su familia bien, gracias; sigue cobrando la prestación por desempleo o trabaja desde casa; se alimenta mejor, manteniendo la línea entre proteínas, hidratos y caroteno; nada de alcohol o sueños en los que un gato chino con el puño en alto como un republicano le araña la cara y, sin embargo, el otro día salió del cuarto de baño y os enseñó su nuevo ‘look’. «La madre que te parió» clamasteis, «¡te has rapado al cero!».

Y así, de pronto, vuestro novio hirsuto es el vivo reflejo del niño del pijama de rayas, una víctima del sistema penitenciario casero que no tiene muy claro si lo hizo porque sucumbió definitivamente al aburrimiento, a la curiosidad de tener la expresión de grima de la teniente Ripley frente al ‘alien’ o porque era la mejor manera de desafiar las normas de género mientras nadie mira. Y es que ahora su cabeza es su peluche, el sustitutivo perfecto de ese labrador que nunca entró en casa precisamente por ser un foco de pelo móvil.

Que no os engañe, ¡la ha cagado! Pasados esos momentos de euforia amenizados con envíos masivos de ‘selfies’ a los colegas, entenderá por qué solamente Brad Pitt o Alberto Jiménez —excluimos a Zidane que es calvo calvo— son las únicas criaturas vivientes que pueden presumir de redondez sin alopecia y seguir levantando pasiones. Ya lo decía James Brown: «El cabello es lo primero y los dientes el segundo. Cabello y dientes. Si un hombre tiene esas dos cosas, lo tiene todo». Pues ahora muchos idiotas están rapados. Yo incluido.