Hay en cada llanto un grito. También una forma de trascender palabras, personas. Mientras la risa nos eleva, su antónimo (en principio) nos reafirma de una forma rara, como si lágrimas, oxígeno y vida fueran una misma cosa. Es más, puede que sea más beneficioso porque ahorra agujetas en el vientre. Nada que ver con la debilidad, todo lo contrario. Llorar implica concretar las fuerzas en la boca, regresar a uno mismo en su forma neonata, igual que la luz se crea tras la lluvia. Nada de llorar para mamar. Llorar para seguir riendo, llorar porque sucedió. «Llorarse» de uno mismo, ese placer tan poco reivindicado.
Mucho se ha escrito de la risa, casi nada de su pariente más cercano. Parece venir envuelto en la vergüenza: «si vas a lamentarte que sea a solas». De pronto, el corazón se mueve hasta los ojos que laten, que recuerdan al océano. Tras esa marejada, llega una calma a medias, la sensación de que todo ha sido un sueño. Toca levantarse, limpiarse la nariz por dentro y a otra cosa. Cierto, al llorar algo se deja atrás, también un poco de uno ya muerto.
Sorprende ver a gente llorar por la calle, casi tanto como ver hacer pis a un tonto en un portal. Reivindiquemos el lema de Lorca, aquel de llorar porque nos da la gana, como el que bebe agua o suda. Plañir como síntoma de salud. Después dormir. Hay que aprender a hacerlo no por los que ya no están, sino por los que estando se marcharon a otra parte. Llorar, precisamente porque el llanto, como las montañas, está aquí por algo y es nuestro.
