Este año trae consigo un milagro: por primera vez será posible proclamar, sin miedo a pasar por un amargado, que odias los jerséis de renos y guirnaldas, los belenes con Fernando Simón de Jesusito en un pesebre y las reuniones con gente a la que quieres, pero no soportas. En definitiva, que la Navidad es un entretiempo de urticaria, y más cuando la banda sonora es el puto villancisco de Mariah Carey. Y es que el Grinch también se ha empoderado, toma las riendas del consumo y señala con el dedo largo a aquellos que se comen la fruta escarchada del roscón, compran un abeto que tiran junto a las cáscaras de mandarina y vuelven a casa. Porque pocos vuelven, y si lo hacen es con una PCR de regalo del hombre invisible, ¡a Belén pastores!
Pero ¿cuál es el perfil del enemigo de los polvorones sin agua y la chimenea chisporroteando? Sabemos que no tiene la cara de un duende verde. Ni siquiera gruñe o se come a los cachorros de pomerania. Simplemente es incapaz de entender el emoji de la interrogación dentro de un recuadro, se niega a colgar las luces en noviembre y desenchufarlas a finales de junio, maldice a la monarquía y bebe zumos naturales coronados con una rama de apio. En definitiva, es un duende sin atributos ni descendencia, y el pasado, el presente y lo de más allá le motivan lo mismo que hacer la cola en Doña Manolita.
Incluso con su retrato robot en la nevera resulta muy difícil de localizar. Ahí podría estar, o no. Incluso tú podrías formar parte de su ejército en algún momento, sobre todo pasados los 50. La cuestión es que se ha librado del estigma de Ebenezer Scrooge y los gremlins, y propaga la única enfermedad que debe unirnos cuando el mundo flota entre familias: estamos aquí para algo más que para pensar en nosotros mismos, solos, con campanadas de fondo o en el silencio de la nieve al caer. Y así la Navidad tiene sentido sin Mariah.
