Mascarillas de sangre menstrual

Sí. Has leído bien. Lo repito por si acaso queda algún tipo de duda: mascarillas de sangre menstrual. Así es como se anticipa la tercera ola, esa que ya no será física, sino un compendio de lo callado y lo temido materializándose (a borbotones) en ideas que bordean la guarrería. Desconozco si esta nueva terapia pretende alinearse con el críptico hermetismo erigido en torno a la regla, pero podríamos guardarla en la caja negra en la que se ha convertido este año cero, junto al mono que robó las muestras de pacientes Covid-19, solearse el ano y el nombre del hijo de Elon Musk, X Æ A-12 en honor a los elfos y los aviones rápidos. Y por favor, nada de meteoritos. Ahora empieza lo bueno.

Lo más sorprendente de toda esta zozobra es comprobar que nada nos sorprende y, en caso de hacerlo, dura poco, un párpado nervioso y a por lo siguiente. Será porque la imposibilidad de vivir en este continuo y nostálgico ir y venir hacia delante nos convierte en pedazos de carne extraordinarios con la capacidad de restarle importancia al entorno y sus derivas. Con la excepción del hambre, el amor y el miedo, el resto parece disolverse, desaparecer sin dejar huella. Bueno, y el dolor. Eso también.

De manera previsible, el paso del tiempo seguirá tentándonos con absurdos descubrimientos, sirviéndonos de sudoku hasta arañar una estación más cálida en la que poder celebrar a expensas del olvido. Mientras llega, quizás lo único digno de ser reseñado sea comprender que, en estos casos, la supervivencia es obligatoria, incluso aún más que el aprendizaje. Que cada uno lo haga a su manera, desangrándose hasta que el torniquete comience a hacer efecto.

Ilustración: http://kanghee.kim/

La ignorancia une los puntos

Cada día salen a las plazas, al ruedo virtual, a rebufo del 5G. No son muchos —aproximadamente un listillo por cada mil cráneos privilegiados— y todos ellos, sin excepción, han convertido a los 773.000 fallecidos por Covid-19 en el mayor peligro de la libertad individual, siendo ésta la peor de las máscaras porque se lleva de por vida. Así es como médicos, cantontos y burgueses bregados en lo oculto y lo de más allá desafían al resto de la población, a la que consideran un rebaño por pensar en la tercera persona del plural mientras les suda mucho el arco de Cupido, por ser incapaces de desvelar por sí mismos una verdad a un sólo clic.

Así los asquerosos han pasado de la creencia, aquello de que la pandemia es un plan urdido por los potentados para dominar (aún más) un mundo a sus pies, a una ficción de parvulitos. Y lo es porque uniendo la línea de puntos y con un poco de paciencia el rostro termina apareciendo ante sus ojos. Sin embargo, se olvidan de un detalle: este nuevo orden mundial al que dedican sus pancartas es invisible, tanto como el virus letal escondido tras un acrónimo sin gracia. Corona; virus; disease, 2019. De pronto, la ignorancia arroja luz, y la ciencia enmudece al mutar en opinión.

Ya ocurrió en el San Francisco de 1918. Ahí la gripe española se encontró con la Liga Anti-Máscara, un grupo de influyentes ciudadanos ansiosos por recuperar una antigua normalidad que en 2020 suena a prehistoria. Consideraban que el uso de la prenda facial era indigno e anticonstitucional y se rebelaron ante semejante injusticia. Resultado: la segunda oleada de la enfermedad arrasó la población californiana. Ahora, a pesar de conocer el pasado, los errores se repiten al permitir que algunos estén en desacuerdo con la obligación de salvar vidas. Ignorancia, divino tesoro que nunca descansa en paz.

Ilustración: Patrice Ganda

De toros, ocio musical y putas mascarillas

Más allá de la ola de agravios comparativos entre eventos veraniegos y la evidencia cada vez más patente de que el virus, además de matar, subraya las diferencias de clase, este tiempo aciago que todos padecemos ha dejado bien claro que lo de torear no solo se practica en el ruedo, sino que hace lo propio con la ley y su silencio. De esta forma, los diestros reciben un baño de masas sin distanciamiento obligatorio y los músicos sufren para conectar con un público convertido en cera, divido entre la contención individual y la responsabilidad colectiva. Claro, la tauromaquia es arte porque hay muerte; la música simplemente ocio… y por eso languidece.

Y es que la sangre ha delimitado una barrera que, hoy por hoy, parece insalvable. En la plaza se congregan políticos y empresarios mientras que a los conciertos —con la excepción de los de Taburete— asisten curritos con ganas de evadirse. La épica contra la hípica de andar por casa, el haiku contra el sudoku, la clase dirigente frente a los pagafantas.

Con el paso de los días, la distopía respiratoria de este 2020 despliega ante nosotros toda la fuerza de la selección natural (Charles Darwin, 1859) aquella en la que no sobreviven los más fuertes, sino los mejor adaptados. Precisamente esa teoría es revolucionaria porque nos obliga a aceptar nuestro lugar en el mundo. Así el traje de luces aglutina a la minoría ciega mientras el músico comprueba que el universo es sordo a sus demandas, con la excepción, de nuevo, de Willy Bárcenas, un torero metido a cantante que ha conseguido lo imposible: poner al sector cultural de acuerdo en algo. Lo dicho, selección natural, privilegios y putas mascarillas. Seguimos con la ronda de perdones a toro pasado.

Ilustración: Mrzyk & Moriceau

La belleza tras las máscaras

Más allá de la obviedad de un mundo que imita el uso indiscriminado de mascarillas y la distancia existencial de los tokiotas, cabe destacar que, a medida que las integramos en la misma categoría que móvil y llaves, nos revelan detalles antes ocultos por la falta de práctica. Y es que si reparamos en el continente alrededor del contenido y a pesar del sombrero de Panamá, un par de gafas caras y ese trozo de tela con olor a encía cubriéndonos la cara seremos capaces de establecer sin temor a equivocarnos que la persona con la que nos cruzamos es bella o no. Solo hace falta saber mirar, de la misma forma que observamos un paisaje a la luz de una vela.

Así es como la cadencia de los pasos justos, el color de piel de sienes, brazos y piernas, el vaivén del pelo torneado por el sol, el rastro de perfume en el aire antes de desaparecer para siempre y las maneras típicas de los guapos —siempre acompañadas de material bucal de primera, nada de a 0,99— nos ayudan a componer los mimbres de la belleza estética cuando ésta no es una obligación, precisamente porque ahora arreglarse sirve de bien poco.

Con la llegada de la mascarilla creímos que la democracia real se instalaría en nuestras vidas de calle, que los feos, siempre sometidos por el látigo de la indiferencia, podrían competir en igualdad de condiciones frente aquellos que acaparan pupilas y suspiros, humedades y anhelos, pero toda esta nueva escena solo sirve para tener aún más presente que lo bello se completa a sí mismo y es tan grande que se esconde en los pequeños detalles.

Ilustración: Ito Shinsui