Cada día salen a las plazas, al ruedo virtual, a rebufo del 5G. No son muchos —aproximadamente un listillo por cada mil cráneos privilegiados— y todos ellos, sin excepción, han convertido a los 773.000 fallecidos por Covid-19 en el mayor peligro de la libertad individual, siendo ésta la peor de las máscaras porque se lleva de por vida. Así es como médicos, cantontos y burgueses bregados en lo oculto y lo de más allá desafían al resto de la población, a la que consideran un rebaño por pensar en la tercera persona del plural mientras les suda mucho el arco de Cupido, por ser incapaces de desvelar por sí mismos una verdad a un sólo clic.
Así los asquerosos han pasado de la creencia, aquello de que la pandemia es un plan urdido por los potentados para dominar (aún más) un mundo a sus pies, a una ficción de parvulitos. Y lo es porque uniendo la línea de puntos y con un poco de paciencia el rostro termina apareciendo ante sus ojos. Sin embargo, se olvidan de un detalle: este nuevo orden mundial al que dedican sus pancartas es invisible, tanto como el virus letal escondido tras un acrónimo sin gracia. Corona; virus; disease, 2019. De pronto, la ignorancia arroja luz, y la ciencia enmudece al mutar en opinión.
Ya ocurrió en el San Francisco de 1918. Ahí la gripe española se encontró con la Liga Anti-Máscara, un grupo de influyentes ciudadanos ansiosos por recuperar una antigua normalidad que en 2020 suena a prehistoria. Consideraban que el uso de la prenda facial era indigno e anticonstitucional y se rebelaron ante semejante injusticia. Resultado: la segunda oleada de la enfermedad arrasó la población californiana. Ahora, a pesar de conocer el pasado, los errores se repiten al permitir que algunos estén en desacuerdo con la obligación de salvar vidas. Ignorancia, divino tesoro que nunca descansa en paz.
