No hay aburrimiento en la vida del curioso. Es más, cada miércoles trae la posibilidad de un encuentro, quizás una canción horrible, otra ráfaga de aire. El curioso no puede aburrirse porque carece de talento para ello. De noche, cuando todos duermen, sube al desván, ese lugar prohibido. De día se conforma con descubrir un continente. Su miedo no es el miedo al lobo: aspira a saberlo todo sabiendo que todo es una palabra inabarcable. Por eso insiste. En el fondo, el curioso percibe su curiosidad como un acto de rebeldía. Podrán quitarle la vida, pero nunca le quitarán la curiosidad.
Gracias a la curiosidad el niño se hace hombre y, el hombre, mujer. Lo mismo le sucede a los viejos. Si mantienen la curiosidad intacta pueden ser esos niños al final de una cometa y un cielo más viejo, encontrar la forma de morir para seguir viviendo. Se trata de rascar. Así el aristócrata acaba pareciéndose a un salvaje y el salvaje recuerda a un emperador desnudo. Porque la curiosidad consiste en echar un último vistazo cuando el mundo oscurece. Eso que brilla a lo lejos tiene que ser la curiosidad. Tiene que serlo.
La curiosidad baila con la felicidad. Comparten letras y aspiraciones. ¿Somos felices porque somos curiosos o somos curiosos porque somos curiosos? Estamos vivos. El curioso avanza haciéndose preguntas: ¿cómo funciona esto? ¿Por qué? La respuesta importa menos que la pregunta, y a la pregunta le sigue otra, otra y otra. Queda claro que la curiosidad mató al gato y al ratón. Al curioso no lo mata nadie. Curiosidad, qué bonito nombre tienes… aunque a veces duelas por correr tan rápido. Te espero a la salida.

Ilustración: Guy Billout