La indignación es un motor que gripa. Así se demuestra en estos titulares: «Indignación de los autónomos por el hachazo a las cuotas»; «Indignación con el regreso de Carlos Santiso al Rayo»; «Indignación de Neil Young ante los comentarios antivacunas de Joe Rogan»… La indignación a solas, ella, anda envuelta en el origen de muchos de nuestros actos, tanto que llega a deshacernos. La penúltima, y la de la última semana, arremete contra la decisión de un jurado, algo incomprensible porque la inserción de la palabra concurso junto a la palabra música implica, ya por definición, que algo huele a podrido en Benidorm. Después llega la ira y ahí, en el cruce de Rigoberta, Tanxugueiras y Chanel, la sangre acompaña la canción de fondo, boom, boom.
Le sucedió lo mismo a Carrie en aquel baile de fin de curso. Ahora, en cambio, nadie tiene poderes telequinéticos —excepto RTVE que velaba por su inversión— y tanto enojo desde tantos frentes no hace más que refrendar el profundo desinterés por lo que sucede en esta supuesta industria: conciertos vacíos o cancelados, nula promoción de canciones para no bailar y todo a toda hostia y en Spotify. Bueno, pues sucede que el anonimato también hace carreras, permite avanzar hacia algo bello y perdurable. Aviso para fans: la pasión se demuestra cada día.
En el ángulo muerto, relegada a un par de tweets con ánimo de hacer pensar —pereza—, queda una profunda sensación de fracaso. El folclore popular, la teta y la madre, los discursos de mujeres con razones para cambiar no ya el mundo pero sí una baldosa, todo eso se topa con un muro de vetustas e inamovibles reglas que dan forma de falo a este sistema. Resulta que, de momento, solamente hay espacio para la misma sangre de siempre. Una ocasión perdida. Otra más.
