Al vacunado (sea cual sea tu vacuna)

Es duro reconocer que uno de los momentos más importantes de nuestra existencia fue el día en que nos vacunaron. Los otros fueron nacer de cabeza y sobrevivir a una pandemia. Pero volviendo a la realidad estival, esta nueva fase en la que entramos antes del pinchazo nos sirve para saber de dónde venimos, asumir que nuestra generación está compuesta de gente bajita y tirando a fea que se viste regular y además experimenta graves dificultades a la hora de esperar su turno. Y en ese pasillo que conduce a la salvación nos olvidamos del homínido que todos llevamos dentro y adquirimos las desconfiadas maneras de un ternero o un turista en Nueva York. Tampoco da tiempo a racionalizarlo porque la cola avanza más rápido que el tiempo en «Cuéntame».

Una vez en la rueda —¡ojalá el mundo funcionara igual de bien que el sistema de vacunación!— y con el número 4887 en la palma de la mano (sudada), llega la batería de preguntas: ¿me sentará bien? ¿Esto es igual que un condón que va por dentro? ¿Por qué no me dejan elegir la marca si soy un autónomo que toma sus propias decisiones en la salud y la enfermedad? En fin, esas cosas del miedo a lo desconocido cuando no hay otro remedio.

Después ni te enteras. Sales de ahí con una hoja en la mano y el brazo en cabestrillo (por si acaso) y caes en la cuenta de lo que nos gusta compartir las cosas que nos pasan, formar parte de algo más grande que la suma de sus partes. Una vez inmunizados la única diferencia reside en decidir si inmortalizas el momento en una foto o si pasas de esas mierdas. Clic. Ya eres historia; has completado un nuevo ciclo de vida gracias a la ciencia.

Ilustración: johanneroten.ch

Supongamos que Madrid es una ciudad

Mucho se habla de la nueva serie de Scorsese para Netflix. Protagonizada por Fran Lewobitz, francotiradora neoyorquina de un tiempo suspendido, sus capítulos son un homenaje póstumo a una ciudad que ya sólo existe en el imaginario colectivo, la única en el mundo capaz de levantarse a su imagen y semejanza para terminar siendo una copia de Dubai sin arena de duna. Mientras los más incautos seguimos soñando con sus alturas y ese olor a ciudad-ciudad, en Madrid sucede un fenómeno sin precedentes: la capital desaparece bajo la nieve para acaparar cada noticia. En este escondite anómalo —es evidente que nadie en posiciones de poder ha sabido gestionar la llegada del invierno siberiano— pocos se atreven a dar la cara y, cuando alguien decide hacerlo, el resultado es tan literario como alucinógeno: «en el metro de Madrid lo normal es no ir abrazados, ni estar sin mascarillas, ni estar comiendo y, por tanto, sí es un lugar seguro». Os imagináis de quién es el titular.

Así es, la Ayuso contrataca para tranquilizarnos con esa mirada empapada en Orfidal, y de paso obviar el hecho de que, a día de hoy y si necesitas desplazarte para hacer tus cosas, la única alternativa es compartir el subterráneo con millones de vecinos. Porque si en Nueva York el capitalismo se impuso a la democracia, en la capital de España el hielo se desgarra, el cielo calla e Isabel sonríe con plomo en las entrañas.

«No hay nada de malo en ser un inepto, o en hacer algo mal, fatal, pero guárdatelo para ti. No lo compartas», escupía Fran en uno de los capítulos. Quizás esa sea la principal diferencia entre Nueva York y Madrid, entre los dos países en uno, el que calla y el que sufre. Porque os puedo asegurar que ningún madrileño va al cielo, y si lo hace es muy a su pesar. Será porque estos días todos se desplazan bajo tierra, en dirección contraria al horizonte. A 13 de enero Madrid es sólo un metro y su presidenta un personaje de ficción.

Ilustración: www.tinapaterson.com

Una historia de amor sobre el divorcio

Muchas veces nos toca asumir papeles para los que nada ni nadie nos había preparado. Ser hijos ausentes, (indecisos) padres e incluso esposos no entraba dentro de los planes de muchos y, sin embargo, día a día le vamos dando forma al personaje, casi siempre de manera torpe; otros, los menos, rozando la victoria con los dedos y el sueño acumulado. De entre todos esos momentos hay uno particularmente duro, incluso violento: el divorcio, la pena que conlleva la pérdida del otro.

Porque no hay nada más profundamente humano que aceptar que las cosas llegan a su fin, y al romperse el cristal somos plenamente conscientes de lo mucho que quisimos al primate que calentaba cada noche el lado derecho de la cama, la que dejaba el cenicero lleno de colillas, el principal causante de los atascos en el sumidero… que ya no está. Meses después, sobre todo en las frías noches de solsticio, llegan las preguntas, los dardos y el ardor: ¿por qué no accedí a irme a con él cuando le propusieron aquel trabajo en Nueva York? ¿Es posible no renunciar a la vida que creemos merecer mientras compartimos gastos e hijos? ¿Por qué duele tanto ahora si en el último año no soportaba tenerla a menos de un palmo?

Todos estos interrogantes desfilan ante nosotros en «Historia de un matrimonio», recordatorio vital en el que se muestra como, a pesar de la aparición de abogados sádicos, la geografía adversa, las infidelidades y el sobre nominativo, a veces el amor permanece en su forma más pura, casi mística, agazapado en los segundos que ella invierte en atarle los cordones de los zapatos. Ya lo decía la canción: «Estar solo es estar solo, no estar muerto». Y el amor nos sigue hablando, incluso después de que la película se acabe.