Es duro reconocer que uno de los momentos más importantes de nuestra existencia fue el día en que nos vacunaron. Los otros fueron nacer de cabeza y sobrevivir a una pandemia. Pero volviendo a la realidad estival, esta nueva fase en la que entramos antes del pinchazo nos sirve para saber de dónde venimos, asumir que nuestra generación está compuesta de gente bajita y tirando a fea que se viste regular y además experimenta graves dificultades a la hora de esperar su turno. Y en ese pasillo que conduce a la salvación nos olvidamos del homínido que todos llevamos dentro y adquirimos las desconfiadas maneras de un ternero o un turista en Nueva York. Tampoco da tiempo a racionalizarlo porque la cola avanza más rápido que el tiempo en «Cuéntame».
Una vez en la rueda —¡ojalá el mundo funcionara igual de bien que el sistema de vacunación!— y con el número 4887 en la palma de la mano (sudada), llega la batería de preguntas: ¿me sentará bien? ¿Esto es igual que un condón que va por dentro? ¿Por qué no me dejan elegir la marca si soy un autónomo que toma sus propias decisiones en la salud y la enfermedad? En fin, esas cosas del miedo a lo desconocido cuando no hay otro remedio.
Después ni te enteras. Sales de ahí con una hoja en la mano y el brazo en cabestrillo (por si acaso) y caes en la cuenta de lo que nos gusta compartir las cosas que nos pasan, formar parte de algo más grande que la suma de sus partes. Una vez inmunizados la única diferencia reside en decidir si inmortalizas el momento en una foto o si pasas de esas mierdas. Clic. Ya eres historia; has completado un nuevo ciclo de vida gracias a la ciencia.
