Esos que miran el mar

Esos que miran el mar… tienen que ser amigos míos. Llegan antes, extienden la toalla y se desplazan poco o muy despacio. Delante, un mundo plano, cementerio de mareas vivas y ballenas. Así atraviesan el calor, sentados o con los pies sobre la arena, absortos en ese intercambio típico de los arqueólogos. Yo los miro, así que soy ese que mira a los que sueñan de espaldas al verano, es decir, a los que viven. Tiene algo el océano que iguala, convierte las quemaduras en alimento para barcos. Ellos que miran, que quieren descifrar el tiempo… y el mar a lo suyo.

A veces, los que miran al mar se levantan con desgana. También fuman. Una vez, uno se acercó a la orilla. Apenas movía la cabeza. Brazos pegados al borde de un bañador rojo. Ojos en la diana del horizonte, raya al medio entre el cielo y la cumbre, ola o charca sin orilla al otro lado. Porque en el mar nos cabe todo, incluso lo que no se ve, de ahí que algunos encuentren rumbos en la superficie, conchas, caminos. Si hay algo que represente la juventud perdida es el océano. Por eso insistimos: nunca estamos solos en ese infinito azul.

Los castellanos tememos al mar, de eso no hay duda. Es por culpa del barbecho y los cerdos, de las tardes en las que todo deja de moverse. En cambio, los que miran al mar insisten en el milagro de la multiplicación de los peces y las horas. Ellos en con su afán diario, yo observándolos queriendo ser un poco ellos, al menos de cuello para arriba. Hay un deseo en cada mirada, entre mis ojos húmedos, un anhelo de volver para contarlo. La eternidad era esto, de ahí que ellos insistan cada día.

Ilustración: Hiroshi Nagai

De toros, ocio musical y putas mascarillas

Más allá de la ola de agravios comparativos entre eventos veraniegos y la evidencia cada vez más patente de que el virus, además de matar, subraya las diferencias de clase, este tiempo aciago que todos padecemos ha dejado bien claro que lo de torear no solo se practica en el ruedo, sino que hace lo propio con la ley y su silencio. De esta forma, los diestros reciben un baño de masas sin distanciamiento obligatorio y los músicos sufren para conectar con un público convertido en cera, divido entre la contención individual y la responsabilidad colectiva. Claro, la tauromaquia es arte porque hay muerte; la música simplemente ocio… y por eso languidece.

Y es que la sangre ha delimitado una barrera que, hoy por hoy, parece insalvable. En la plaza se congregan políticos y empresarios mientras que a los conciertos —con la excepción de los de Taburete— asisten curritos con ganas de evadirse. La épica contra la hípica de andar por casa, el haiku contra el sudoku, la clase dirigente frente a los pagafantas.

Con el paso de los días, la distopía respiratoria de este 2020 despliega ante nosotros toda la fuerza de la selección natural (Charles Darwin, 1859) aquella en la que no sobreviven los más fuertes, sino los mejor adaptados. Precisamente esa teoría es revolucionaria porque nos obliga a aceptar nuestro lugar en el mundo. Así el traje de luces aglutina a la minoría ciega mientras el músico comprueba que el universo es sordo a sus demandas, con la excepción, de nuevo, de Willy Bárcenas, un torero metido a cantante que ha conseguido lo imposible: poner al sector cultural de acuerdo en algo. Lo dicho, selección natural, privilegios y putas mascarillas. Seguimos con la ronda de perdones a toro pasado.

Ilustración: Mrzyk & Moriceau