Cuidaos

Parecía el año de la reconciliación. Nos habíamos propuesto inspirar el perfume de Bustamante sin arcada, retener las ganas de hacer pis bajo una bandera de bombillas, sonreír y ser felices en comidas, reuniones de amigos calvos y cenas. Incluso la tregua con los jerséis de renos y el villancico de la Carey era una posibilidad. ¡Por fin asumiríamos el mantra del capitalismo navideño!: amar, incluso a los niños. Pero no. Pablo Motos lo dijo claramente: ha suspendido su viaje a París y habrá una plaga de contagios más rápida que la del sarampión. Vamos, que tras el espejismo de la sala El Sol sin mascarilla surge el fantasma de las Navidades pasadas y antepasadas. Dos años que cunden como décadas.

Ante la falta de información y el desgaste nos queda el consuelo de las pruebas. Por fin ponemos cara al contagiado. Incluso Nadal y el rey comparten virus. A nivel de calle, invitar a los escépticos —aún quedan— a gestionar la baja con su centro de salud (colapso), que socialicen en la cola de cualquier farmacia (hora y media) y que se diagnostiquen una urgencia para comprobar hasta que punto está sucediendo o sucede. La verdad no está ahí fuera, sino en los hospitales y la mirada del personal asistencial y sanitario. Y duele por dentro de la ojera.

Se calcula que para el 30 de diciembre alcanzaremos el pico, así, para empezar bien el 2022. Entonces llega esa horrible referencia marina para los que somos de secano: «La misma tormenta, pero no el mismo barco», y parece que uno se relaja un poco, más por el hartazgo que por el desmantelamiento de una sanidad pública que es la única que rema en un barquito al que le despojan del velamen año tras año. Aún les queda rumbo, algo de viento y timón y por ellos deberíamos ser responsables, aunque sea para no volver a darle la razón a Pablo Motos. Cuidaos por dentro ahí fuera.

Ilustración: Hiroshi Nagai

El ‘cuñadios’

A medida que se prorroga el estado de alarma asistimos al perfeccionamiento del Frankenstein patrio, criatura dotada de un saber plus ultra aderezado con un físico cuanto menos complejo, entre moco y encía infectada. Y es que si en un mismo cuerpo escombro juntas a Pablo Motos, Spiriman, Miguel Angel Revilla y Álvaro Ojeda obtienes un espécimen denominado «cuñadios», la mezcla definitiva de ‘influencer’ bipolar y el ‘recetitas’ capaz de arreglar España sentado en la taza del váter.

Y es que sus dislocadas bocas el dicho «el genio del cocinero se va por el agujero» adquiere nuevas dimensiones, incorporando la bilis de cuarenta seis millones de españoles —todos tenemos algún amigo con una mujer epidemióloga— al discurso de cada día. Ahora que la barra del bar es un recuerdo crónico aprovechan para recalcar la incompetencia de los que están al mando, ignorando que es en los márgenes de lo desconocido donde se produce el crecimiento.

Poco a poco, el ‘cuñadios’ alcanza estatus de logia social, en parte porque dañar con la palabra no es un crimen y en parte porque, en un momento en el que todos queremos ser protagonistas, fueron los primeros en darse cuenta de que los pedos, debidamente disueltos entre audiencias poseídas por la ignorancia, son el canto de sirena de un año múltiplo de cero. «Y al finalizar os hiero».

Candela Peña

Parece que Candela Peña (Gavá, 1973) siempre estuvo allí, y sin embargo, como sucede con los actores únicos, se enciende y se apaga en función de las oportunidades laborales proporcionadas por un mundo, el de la interpretación, que representa mejor que los demás la oscuridad de unos hombres y mujeres que son ellos mismos y muchos otros al mismo tiempo.

Y es que «jugar» un papel, en el cine, el teatro o en la soledad de una calle concurrida, implica esperar a que suene el teléfono, a que el asistente de producción te diga que te toca o simplemente aceptar amargamente esa (terrorífica) palabra que es el NO después de la enésima audición.

Candela se ríe, rasca sus cuerdas vocales con cada palabra y reclama más trabajo. Porque ella es clara, por eso brilla, y no tiene reparos en decir en «La Resistencia» que deberían pagarle mejor por la segunda temporada de «Hierro» y que, a pesar de las alfombras rojas y el ruido de los flashes, no hay nada de glamuroso en el oficio de interpretar, que muchas veces el miedo a que no vuelvan a llamarte mientras escuchas crecer a tu hijo pequeño hace de vivir una peli de terror.

Mi intérprete española favorita no provoca cuando habla, simplemente escupe una verdad escondida en los camerinos del miedo, y que si «los tres Goyas que he ganado no sirven para nada», que le debe 50.000 euros a su madre, que «hay que hacer de todo porque de las malas películas no se acuerda nadie» y que Pablo Motos es… —bobo, eso lo digo yo— , y lo hace mientras sus dos ojos de niña de barrio y cine miran hacia el interior de todos nosotros, espectadores mudos ante una actriz mayúscula.

Los actores son personas a merced de cualquiera, y yo siempre estaré a la de Candela, la única que se despoja de una máscara que es a la vez destello y realidad a prueba de ficción.