Los Franco no roban…

Mientras el mundo miraba hacia el oeste, un poco en búsqueda de nuevos aires, otro poco por ver perder a Trump, los Franco fletaban una caravana de camiones para continuar con su expolio colectivo. Y es que esta familia modelo, indigna heredera de un dictador que, por mucho que se empeñen sus detractores, sigue vivo y coleando dentro de una cripta de lujo en El Pardo, se ha acostumbrado a salirse con la suya. Siempre. A pesar de manifestar con actos subrepticios ese patriotismo tan plus ultra, su destino es inversamente proporcional al del resto de españoles, nostálgicos o progresistas, que observan cómo el clan «cazadotes» se queda con el contenido íntegro del Pazo de Meirás, continente público y ajardinado que desde el domingo resuena como un cuarto de baño.

Pero así funcionan ellos, entre la impunidad de la justicia miope y la pasividad de un pueblo que en estos momentos tiene cosas más importantes en las que pensar, quizás en las cristalerías, cuadros, tapices, armas, bargueños, trofeos de caza y cuadros de Álvarez de Sotomayor o Zuloaga que, próximamente, terminarán decorando el salón del chalet de Carmen Martinez- Bordiú o apilados en alguna de sus 85 viviendas, 264 plazas de garaje, tres fincas, la Casa Cornide de A Coruña y un sótano con vistas al pasado más tenebroso.

A falta de operación salida no hay nada mejor que una operación mudanza de objetos ajenos en nombre de la superviviencia de ¡España! Ante semejante panorama y aprovechando que a partir del 10 de diciembre el Pazo de Meirás pasará a ser propiedad de cuarenta millones de compatriotas, la mejor manera de celebrarlo sería visitar la finca en cuestión, bajarse la bragueta y apuntar bien alto mientras pensamos que Franco no era un dictador, aunque ejerciera la dictadura y esto no es un robo, aunque sea a mano a armada.

Ilustración: Daniel Stolle

Volver a los tiempos de la serie «Patria»

En momentos de restricciones horarias y gorros de alpaca lo mejor es refugiarse en un párrafo, un polvo largo o en millones de fotogramas. Y es que cualquiera de estas tres opciones se convierten en ungüento susceptible de ser aplicado a nuestra psique, acuciada por la falta de movimiento y una certeza: se acerca el invierno. En ese espacio, el que uno quiera y cuando pueda, es posible disfrutar de la serie «Patria» y ser testigo de los horrores que por aquel entonces desangraban un país en llamas. La herida, todavía sin cicatrizar, no fue solamente infligida por bombas escondidas en maleteros, el sonido de gatillos y nucas o cartas con un bietan jarrai a modo de despedida, sino que el trato entre los vivos levantaba la costra de una violencia aún más cruel, precisamente porque contenía aspiraciones de libertad.

Por supuesto, ser libre, entonces y ahora, lo entiende cada uno a su manera. Los hay que, bajo la lluvia perenne de ese pueblo pena, están dispuestos a retirarle el saludo a los amigos de toda una vida, dejar de pasear juntos en bici, negarles un cuarto de jamón de York, convertir la convivencia en un fruto marchito, pasar el tiempo negando el peor de los temores: a veces, las guerras se libran en casa, al margen de vecinos y balas.

Al igual que los personajes-personas de la novela de Fernando Aramburu, aquellos que la consuman, de una tacada o con moderación, sacarán sus propias conclusiones. Algunos preferirán «Antidisturbios» o directamente el libro, otros se pasarán al magreo lúbrico de «La isla de las tentaciones», y los menos comenzarán a entender que la única manera de rebelarse contra cualquier forma de violencia, invisible o rotunda como un ¡Gora Eta!, es a través del perdón. Palabra y obra de Bittori y Viscarret.

Ilustración: Félix Viscarret