Hartos de llegar borrachos a casa a las diez

Mucho se habla de la violencia en todas sus manifestaciones. Que si los radicales asaltan las tiendas de carcasas en lugar de las librerías, que si la Policía hace apología del terrorismo de bordillo sin consecuencias para sus socios numerarios, que si quemar ninots con la cara de Rajoy en Fallas es cultura, pero hacer lo propio con un muñeco de la Vicepresidenta es abominable… En fin, hay para todos los públicos, sin embargo y en el fragor de la batalla, nos olvidamos de esa sensación tan cruda que experimentamos cada viernes (y algunos sábados) al volver pedo a casa… a las diez de la noche. La incógnita —despejada hace siglos en otras latitudes— resulta tan difícil de asimilar en España que por esa razón nadie lo dice en alto, quizás con la esperanza de que pase rápido y así poder ajustar de nuevo nuestros ritmos circadianos a un consumo excesivo de alcohol.

Porque ahora, tal y como están las cosas y para los mayores de treinta y cinco, pedirte un vermú al mediodía equivale a ese segundo Dry Martini de las dos de la mañana, con la diferencia de que en la barra hay un par de niños comiéndose un torrezno y los mayores desayunan. Y claro, miras la hora y a las cinco de la tarde brilla el sol y tú vas ciego, barco de arroz a la deriva en un mundo concentrado en menos horas. Esto es una carrera contra el tiempo, pero una en la que con toda seguridad ya no despertarás en casa ajena, con ese «donde estoy» convertido en un clásico tan clásico como las películas de Bogart pedo. A las diez abres la puerta, te sientas en el sofá y miras el debate de La Sexta; el fin de fiesta soñado… para tu peor enemigo.

En lo que se refiere a los menores de veinticinco cuesta poco imaginarlos sentados a la mesa y comiéndose la sopa de fideos delante de padre y madre, que tampoco saben muy bien si es preferible tener al niño vivo y en un estado lamentable a las diez de la noche que despertarle a las seis del domingo oliendo a destilería, aunque a su hora. Fuera de la problemática quedan los abstemios, personas sospechosas enfrentadas a la mayor de las violencias: mantener la lucidez las veinticuatro horas del día más raro.

Ilustración: http://www.greg-guillemin.com

Venga, la última y a casa

De entre todos los mitos urbanos, embustes y trápalas que circulan por los burladeros de las ciudades españolas hay uno que se repite cada noche como un mantra alcohólico. Y nada tiene que ver con la imposibilidad de ser ricos y de izquierdas, o con que el frío causa resfriados y beber zumo de naranja los previene. Ni siquiera con el hecho de que vaciando la vejiga sobre el ombligo acribillado de tu novia la picadura de medusa duele menos. Créanme; las vacunas no producen autismo y cuando alguien dice eso de «venga, la última y a casa», la noche se va alargar. Pero un huevo.

Porque si hay algo que caracterice a los ibéricos es su capacidad para intentarlo y fracasar estrepitosamente ante la hostilidad manifiesta que producen esas seis palabras, seguidas del clásico «Rafa, no me jodas» o una mirada furtiva al reloj que, paradójicamente, se levantará con nosotros al día siguiente… fresco y sin inmolarse tras incumplir una vez más la eterna promesa de no pedir chupitos de Jägermeister o llamar a la camella cuando lo que toca es desayunar.

Existen 194 países en este dislocado mundo —193 si tenemos en cuenta que el Vaticano es una casa de putas—, todos con sus costumbres, ritos y excesos, pero cuando un español entra en modo pedo sabe que va a socializar, formar parte de algo, efímero y blando, pero algo al fin y al cabo, ser agua, quizás halcón peregrino y afrontar el hecho irrefutable de que no hay un lado oscuro de la luna. En realidad, siempre duerme iluminada por el sol, como las calles que guían nuestros torpes pasos de vuelta a casa.