Venga, la última y a casa

De entre todos los mitos urbanos, embustes y trápalas que circulan por los burladeros de las ciudades españolas hay uno que se repite cada noche como un mantra alcohólico. Y nada tiene que ver con la imposibilidad de ser ricos y de izquierdas, o con que el frío causa resfriados y beber zumo de naranja los previene. Ni siquiera con el hecho de que vaciando la vejiga sobre el ombligo acribillado de tu novia la picadura de medusa duele menos. Créanme; las vacunas no producen autismo y cuando alguien dice eso de «venga, la última y a casa», la noche se va alargar. Pero un huevo.

Porque si hay algo que caracterice a los ibéricos es su capacidad para intentarlo y fracasar estrepitosamente ante la hostilidad manifiesta que producen esas seis palabras, seguidas del clásico «Rafa, no me jodas» o una mirada furtiva al reloj que, paradójicamente, se levantará con nosotros al día siguiente… fresco y sin inmolarse tras incumplir una vez más la eterna promesa de no pedir chupitos de Jägermeister o llamar a la camella cuando lo que toca es desayunar.

Existen 194 países en este dislocado mundo —193 si tenemos en cuenta que el Vaticano es una casa de putas—, todos con sus costumbres, ritos y excesos, pero cuando un español entra en modo pedo sabe que va a socializar, formar parte de algo, efímero y blando, pero algo al fin y al cabo, ser agua, quizás halcón peregrino y afrontar el hecho irrefutable de que no hay un lado oscuro de la luna. En realidad, siempre duerme iluminada por el sol, como las calles que guían nuestros torpes pasos de vuelta a casa.

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