De cómo la política nos separó

La gente nunca estuvo unida. Quizás contra el hambre o la pesca de ballenas, pero cuesta asegurar que camine tan junta como lo hacen los hinchas de un equipo. Tras las elecciones a la Comunidad de Madrid y el estado de alarma —ambos acontecimientos políticos y masivos— cristaliza un distanciamiento social distinto al preexistente: bloqueos en redes sociales, peleas con amigos de la infancia, el termómetro del asco disparado por culpa de los botellones… El caso es rechazar, ponerse cruces, seguir introduciendo variables que nos reafirmen en lo que pensamos frente a una estupidez generalizada que, paradójicamente, va hacia hacia la izquierda y la derecha.

Sucede que si —en el mejor de los casos— no tuvimos que despedirnos de nadie por culpa del virus, ahora comenzamos a socializar otro tipo de pérdida, esa que prescinde del señor Muerte y, sin embargo, entierra a los demás en vida. Y uno intenta explicar sus ideas, llegar a comprender de perfil qué piensan los que siguen yendo a garitos sin mascarilla, negando la utilidad de las vacunas o haciendo lo que les sale de los cojones porque ya es demasiado tarde para cambiar.

Decía Rosa Luxemburgo que hay que luchar por un mundo «donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres». La realidad envía señales contradictorias: desigualdad exponencial, ciudadanos antagónicos e incapaces de reconocer a su propio hermano y libres según el padrón. Nada nuevo. Es tal la diversidad que la civilización se ha convertido en un zoo que ahora cierra a las dos de la mañana. ¿En qué momento intercambiamos nuestro granito de arena por ladrillos? A ver si lo arregla un poco la llegada del verano, pero pinta mal.

Ilustración: Kiyoshi Awazu

Iñaki Williams, el silencio como réplica

«El silencio es la réplica más aguda». Esta frase, atribuida a Chesterton, refleja como pocas la necesidad de callarse cuando lo único que hay a nuestro alrededor es un olor a orín desprovisto de origen y cuyo final se antoja, cuanto menos, lejano. Y es que ayer, un futbolista vasco, negro y de mirada acuosa dejó en evidencia el discurso de este fascista blanco y de mirada gamada empeñado en convertir el racismo y la xenofobia en su principal arma para obtener votos. Ante las palabras de Santiago Abascal «el que entra ilegalmente en nuestra casa, en España, en nuestro suelo, debe abandonar toda esperanza de trabajar legalmente», Iñaki Williams se rascó el párpado izquierdo y se limitó a responder «si te dijese lo que pienso realmente creo que me metería en un problema». Y así un deportista se convierte en una figura política, necesaria, universal.

Porque raras son las veces en las que, en cuestiones tan relevantes, se tira de la antipalabra, de la reflexión callada, de evitar abrir la boca para contarlo todo, quizás debido a que la sabiduría siempre es taciturna, quizás a que callarse no implica silencio. En cambio es tan fácil rajar que cualquiera puede dar un mitin o un concierto y dejar en el aire una sensación de agresión, de tarjeta roja y vítores. Así, Abascal, nacido en Bilbao, representa la amenaza desde dentro; Iñaki, también bilbaíno como bien indican sus colores, la esperanza traída de fuera.

Por fin un chico que se dedica a correr y dar patadas a un balón deja en evidencia a todos aquellos que apuntan al enemigo más débil, a ese que salta la valla en búsqueda de algo que se parece a la dignidad, tan fácil de deletrear, tan difícil de obtener en vida. Para aquellos a los que se la suda lo que pueda decir un futbolista decirles que no dijo nada. Para aquellos a los que sí les importa decirles que lo hizo con un silencio. Y por fin las dos Españas se reconcilian sin querer. Athletic 1— 0 Vox.

Ilustración: andrecarrilho.myportfolio.com

El jardín de los banderines

3.500 millones de años de vida en la tierra no han sido suficientes para dejarnos claro que hay ciertos símbolos patrios que, lejos de llamar a la concordia y el entendimiento, sólo sirven para afianzar nuestras diferencias más obscenas. Así y para muchos, un gesto en memoria de los fallecidos por el virus se convierte en grima por culpa y gracia de dos colores, y para otros es motivo de orgullo el comprobar como un jardín también puede sembrarse de 50.000 banderines, de unidad y de patria. Lo más curioso es que este homenaje, en principio destinado a los muertos, pone otra vez de manifiesto las frágiles costuras de los vivos.

¿Por qué en algún momento de nuestra evolución como especie decidimos encomendarnos a los símbolos en lugar de confiar a ciegas en la fuerza de las palabras y los actos? Parece más razonable destinar más recursos a la Sanidad Pública, contratar médicos y rastreadores, aumentar el flujo de trenes y autobuses urbanos, acordarle más importancia al trabajo y menos a la inversión y, una vez que se gane el pulso a la enfermedad, dedicarle un sonoro homenaje a los caídos, quizás un rugido que reverbere más allá de monumentos y nebulosas.

A pesar de todo, seguimos empeñados en vivir al calor de colores e ideas. El negro de «Black Lives Matter«, «Hacemos Eventos» y su rojo, el blanco de las sábanas recién lavadas y la orquídea… Da igual, cada uno los suyos y, sin embargo, conviene recordar de vez en cuando que «los dioses no tuvieron más sustancia que la que tenemos nosotros. Tenemos, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir». Mejor hacerlo rodeados de jardines con flores y acuerdos, banderas de carne y sangre, esperanza.

Ilustración: https://tatsurokiuchi.com/