3.500 millones de años de vida en la tierra no han sido suficientes para dejarnos claro que hay ciertos símbolos patrios que, lejos de llamar a la concordia y el entendimiento, sólo sirven para afianzar nuestras diferencias más obscenas. Así y para muchos, un gesto en memoria de los fallecidos por el virus se convierte en grima por culpa y gracia de dos colores, y para otros es motivo de orgullo el comprobar como un jardín también puede sembrarse de 50.000 banderines, de unidad y de patria. Lo más curioso es que este homenaje, en principio destinado a los muertos, pone otra vez de manifiesto las frágiles costuras de los vivos.
¿Por qué en algún momento de nuestra evolución como especie decidimos encomendarnos a los símbolos en lugar de confiar a ciegas en la fuerza de las palabras y los actos? Parece más razonable destinar más recursos a la Sanidad Pública, contratar médicos y rastreadores, aumentar el flujo de trenes y autobuses urbanos, acordarle más importancia al trabajo y menos a la inversión y, una vez que se gane el pulso a la enfermedad, dedicarle un sonoro homenaje a los caídos, quizás un rugido que reverbere más allá de monumentos y nebulosas.
A pesar de todo, seguimos empeñados en vivir al calor de colores e ideas. El negro de «Black Lives Matter«, «Hacemos Eventos» y su rojo, el blanco de las sábanas recién lavadas y la orquídea… Da igual, cada uno los suyos y, sin embargo, conviene recordar de vez en cuando que «los dioses no tuvieron más sustancia que la que tenemos nosotros. Tenemos, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir». Mejor hacerlo rodeados de jardines con flores y acuerdos, banderas de carne y sangre, esperanza.
