Prohibir la manifestación del 8M es una victoria

Madrid es la Sodoma de Europa. Aquí todos los días puedes brindar sin mascarilla mientras lo hagas en una terraza; coger el metro para sentir ese calor humano casi extinto; ir al gimnasio y confraternizar con el vulgo y de paso hacer culo; escoltar a negacionistas y excomisarios y fomentar la libertad de expresión de los que se escoran hacia la derecha de la derecha… eso sí, cuando ellas deciden salir a la calle para reclamar su derecho a caminar tranquilas de día y de noche se encuentran —¡qué casualidad!— con la prohibición de la Delegación del Gobierno. Y es que el 8M, Día Internacional de la mujer, siempre ha sido percibido como una amenaza para esa facción dueña de un miedo congénito a la fuerza de las mujeres y que se llena la boca con la tan denostada responsabilidad.

Porque las cosas cambian, sí, y además resulta que ahora lo hacen gracias a su empuje, siempre de manera pacífica, contra la distinción de géneros y manteniendo la distancia de seguridad. Es por tanto, que esta medida se percibe como una provocación, pero también como una victoria, precisamente porque implica razón y derecho en la lucha. Ya se sabe que, cuando la ley se sustenta en la parcialidad, algo huele a podrido en la Puerta del Sol y alrededores.

Resulta que las chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes menos en la capital. Lo que parecen ignorar las autoridades es que el silencio tampoco lleva a ningún sitio y silenciar sin razones de peso sólo conduce a la ira. El feminismo será capaz de transformarlo, como viene haciendo desde el siglo XVIII, y encontrará la manera de ir más allá de la igualdad. Mientras llega, su eco se deja notar en los pasillos, en los colegios y en la vida al pasar. Este tren no lo para nadie.

Ilustración: http://www.lauraberger.com

Prohibir está de moda: ahora los petardos

La única vez que estuve cerca de un petardo fue para asistir a un espectáculo de yemas y uñas volando por los aires. Despejada la humareda, lo único que quedó en aquella plaza de pueblo fueron los gritos del chaval y la certidumbre de que con ciertas cosas no se juega. Y menos con pirotecnia. Ahora llega a España esa tendencia iniciada en China en 2017, quizás porque los perros tienen ansiedad durante las celebraciones, quizás porque la sociedad es más permeable a ciertas historias cánidas que a los caídos en un combate de estruendo y pigmentos contaminantes (sin metralla). En Guangxi son un manjar y así no ladran.

La cuestión de fondo, iluminada por destellos arácnidos es que, poco a poco, sin que nos demos cuenta, entre fiesta y taquicardias, asistimos a una moda de prohibiciones caracterizada por la aleatoriedad. Porque en Tokio se prohibe fumar en la calle, pero no en bares y restaurantes y, mientras tanto, en el mundo está previsto alcanzar los 500 millones de muertes por nicotina para el 2050. En Barcelona los únicos trajes de luces son los del Bagdag y en Madrid cada agosto el albero se tiñe de aorta, el alcohol es droga blanda y Budweiser patrocina la Liga de Fútbol Profesional. Por cierto, la ciudad de Trapani saltó a la fama porque en sus idílicos rincones no se puede comer helado, en Eboli se multan los besos en descapotable y los nazis, allá por los años treinta, prohibieron sentarse en los bancos públicos a los judíos mayores de sesenta y cinco años.

La reacción lógica ante cualquier obstáculo legal contra la libertad individual es rebelarse, por eso las tabacaleras lo promulgan, la Iglesia condena a los gays por guarros, el Estado castiga según la billetera. Es una realidad: prohibir adquiere tintes de broma infinita, si no es difícil entender el clamor popular en torno a la muerte de un perro sensible que precede al accidente silencioso de Joana Sáinz, cantante de la Orquesta Super Hollywood atravesada por un cartucho durante un concierto. Mirad, pero no toquéis, tocad pero no probéis, probad pero escupirlo después. ¿Recordáis la oscuridad invadida por fuegos artificiales de aquellas noches de verano? Despertad. En 2020 solo será un sueño con olor a “progreso”.