Nunca hay una buena manera de dejarlo

Dejar a alguien representa un duelo menor. También la manifestación más humana del daño al otro. Porque o se deja o uno se deja ir. De lo contrario, dos se convierten en prisioneros de algo que no existe y que se mantiene de la peor manera: alargándolo. Nunca cuadra. Es martes y hay resaca, mejor más tarde. Y pasan semanas, meses, años. De ahí el miedo al abandono. Entonces, llega el día. Respiramos bajito antes de dar el paso. Hay muchas formas de dejarlo que, en realidad, son dos. Del «no quiero estar contigo» uno se cura. De una desaparición… Luego está la mentira. Pero esa resta.

«No quiero estar contigo» implica el uso de la sinceridad como bola de demolición. Decir la verdad supone un gran disgusto, uno solo. Después lágrimas, silencio, adioses. El problema está en su uso indebido, cuando la verdad aspira a ser demasiado precisa, demasiado verdad. Aporta fechas, lugares, un pasado de cera hecho presente perfecto. Esa verdad nunca grita, arrasa como buena hija del desencanto. Representa la mejor opción si se maneja con cuidado. Y casi nadie sabe hacerlo.

Desaparecer, práctica de cobardes… entre los que me incluyo. Muy extendida, sucia, deja todo en suspenso, como el olor a flores de los mercados. Se ha normalizado tanto que, poco a poco, va perdiendo su invisibilidad para agrietar los ojos de la gente. A los cobardes también nos abandonan. Ya me lo advirtió mi padre: «de la mentira nunca se vuelve». La mentira tiene forma de piedad y tripas de abandono. También cuando es piadosa. Si tienes que dejarlo, intenta hacerlo bien, aunque nunca haya una buena manera de hacerlo.

Ilustración: Joan Cornellà

Quiero verte

Hay en esas dos palabras un ardor irremediable. Por un lado, querer, del latín «quaerere», suplicar, pedir. Detrás un verte que implica hacerlo muy de cerca, a poder ser pupila con pupila y poco aire entre medias. Ambos verbos concentran las ganas de un idioma que aspira a todo sin tener en cuenta las barreras del espacio-tiempo. En cambio, entiende de repetición. Pruébalo. Pronuncia o escribe «quiero verte» varias veces. ¿Ves? Pierde impulso, algo se queda trabado entre el ansia y la posibilidad, la de una isla, la del suelo de la cocina. ¿Quiero? Quieres, por esa razón pensarlo comparte la sintaxis del latido, espuma de los días frente al fuego.

Primero hay que darle forma a la postura, rajar la boca con los labios semiabiertos. Entonces se proyecta en la mitad del otro, imaginada o carne viva… con palabras que a veces llegan demasiado tarde. Primero derramarlas. Luego recibirlas. Y alguien finge porque lo que más desea es aquello que respira a oscuras, tal vez en algún ángulo muerto. Agotar el deseo, el único objetivo fallido de esta vida.

Superado el baile de máscaras todo lo que queda es abrir la puerta al otro lado. El sexo encontró sus subterfugios para pasar desapercibido en cada frase, en cada intento. Solamente hace falta una razón, también algún lugar en el que poner en práctica la cosa volitiva. Al terminar, todo es silencio, cuesta recuperar el sentido y el camino a casa. El «quiero verte» muta. Tiempo, nubes. A pesar de haberte visto volvería a hacerlo. A veces, el lenguaje corrompe el pensamiento. Pero sólo a veces.

Ilustración: Guy Billout