Eso que me recuerda a ella

No puedo elegir mis recuerdos. Algunos duelen. Otros son suaves, traen paraísos perdidos y un verano. Entre todos los recuerdos hay algunos recurrentes que siguen siendo vida, aunque esa vida exista en otra parte. Los más intensos tienen que ver con ella. La recuerdo en el pelo hasta la cintura de mujeres caminando por delante de mi. También en un cigarro entre dos dedos, el aire y el humo, en los abrigos rojos, en una caricia sin apenas ruido. Es posible empeñarse en querer a alguien. Es imposible querer olvidar cuando el recuerdo da sentido al mundo. Soy yo el que gira y gira y gira.

Al principio, luchaba contra mi memoria. Se supone que para levantarte debes borrar al otro, dibujar un nuevo contorno al que añadir colores, formas y hasta una sombra. Pero es mentira. La única manera de encarar lo próximo se construye con restos del pasado. ¿Cómo es posible florecer sin otras estaciones cálidas? Los ausentes nunca dejan de latir. Los recuerdos detienen el tiempo. Nosotros en medio. Al fondo, el cielo con su abismo.

Nunca dejaré de recordarla. Sin embargo, puede que la olvide. Me acuerdo del sonido de su risa, de sus andares ebrios, de su forma de dar las gracias con cada respiración. Poco a poco, la ausencia es casi un juego. A veces está, otras veces me roza. Primero dejé de llorar. Luego, los sueños fueron desapareciendo. Algunos días, ella me trae un ramo de tristeza. Otros, petunias, geranios y prímulas. Me va a acercado al mar. Encontraré mi reflejo en la corriente de los peces. Será por ella.

Ilustración: Choi Haeryung

Algunos días comíamos fideos fríos

Con la llegada del verano, abríamos ventanas. Y el sol entraba en casa, se movía con su aire lleno de futuro. El campo todavía verde. Ella cortaba verdura, yo abría vino o una cerveza en lata. El amor es un plato de comida. En la cocina se mezclaba la pared de rojo con un muro blanco. Colores, formas invisibles, el olor de recetas llenas de belleza y hambre. El amor es eso que no sabes que pasa. Una cazuela llena de burbujas, el ruido del aceite en la sartén. Y la espera. Mientras, ella fumaba un cigarrillo mirando el jardín bajo un cielo soñado. Yo observaba todo como el que sabe que nada acaba nunca. El amor alimenta tanto como la comida.

En verano, en todos los veranos, compartíamos mesa y palillos chinos. Ella en el lado izquierdo, de espaldas a la luna. Yo a su derecha, el lugar de un niño viejo. Las plantas frente a nuestros ojos, con sus flores llenas de sed, nunca marchitas. El amor es un recuerdo que regresa. Algunos días comíamos fideos fríos. Después de cocerlos, se aclaran con agua y se les pone hielo encima. La pasta adquiere una textura parecida a la del sueño. Risas. El amor entiende poco de comidas en silencio.

Los fideos fríos son elásticos, finos, casi transparentes. En el plato, amontonados, parecen madejas de lana blanca, dunas de una playa sin bañistas. Los fideos fríos no saben a nada. Pero ahí reside el truco de la felicidad. Con un poco de soja y mirin recuperan su sabor. Porque de sal están hechos la alegría y el océano. El amor es esa niebla compartida. Al terminar, ella hablaba de fideos. Yo fregaba los platos pensando en hacerme un bocadillo. Luego terminó el verano, como termina siempre. Ella ya no está. Yo sigo echándola de menos cada vez que como.

Ilustración: John Register

Una patata frita

Hay que estar preparado para limpiar debajo del sofá. Ahí, en esa franja a la vista de nadie, se acumula vida inútil, ácaros y algún que otro tesoro. Empuñar el plumero y la escoba nos enfrenta con nuestro yo más falto de higiene, también con ese pasado que regresa en forma de partículas de polvo. Quizás por esa razón la gente odia limpiar y resulta imposible establecer mínimos: los que limpian todo el rato están locos y los que limpian poco son unos cerdos. Eso sí, todos, sin excepción, limpiamos para acrisolar la mente. Pues bien, ayer, encontré una patata frita debajo del sofá. Y me puse a llorar arrodillado.

Era una patata fea, con la forma de esa fruta que nadie quiere, una patata que se come de dos o tres bocados, nada especial a pesar del milagro de su suciedad tan cotidiana. Esa patata, en realidad, no era una patata cualquiera, sino una patata perdida perteneciente a la que fue mi mujer durante años. Ella —mi mujer, no la patata— pasaba las tardes en el sofá. Abría dos botellas de vino para principiantes, colocaba patatas en un cuenco y desaparecía en la bruma del que bebe sin saborear. Yo recogía sus restos.

Me incorporé. Coloqué la patata frita en el recogedor, junto al polvo y el envoltorio de un condón. Entonces odié a Marie Kondo por ser japonesa y decir aquello de que «el objetivo de la limpieza no es solo limpiar, sino sentirse feliz viviendo en ese ambiente». En el trayecto del salón a la cocina recordé a una pareja enamorada que se divertía comiendo patatas fritas en los bares y regresaba a casa por la acera de la izquierda. Abrí el cubo de la basura y vacié el contenido del recogedor. «Si quieres una casa limpia, mejor apaga la luz», pensé. Pero es mentira.

Ilustración: Vittorio Giardino

Todos recordamos aquel coche

Todos sentimos la ingravidez del aquel coche. Por fuera era de todos los colores, rompía el aire. Por dentro olía a tabaco y a ojos de siesta. Y es que los recuerdos que perduran los trajo el movimiento, cura cuando nada pasa y todo se para siendo viejos. Por entonces, un viaje tenía algo de sagrado. Despertarse antes que los pájaros, cargar con las maletas y dejar algo atrás. Amanecía. A los padres les encantaban sus Renault 5, los Peugeot 405 con asientos de cuero, los Golf por ser la moda. A padre le gustaba la música que atronaba un campo convertido en galaxia. Madre miraba por la ventanilla.

A veces, los padres discutían. Su voces resonaban de otra forma, eran otras, como si los tendidos eléctricos deformaran contornos y sonidos, paisajes y espaldas. Después callaban, expulsaban el humo sobre el salpicadero y, como si de una coreografía se tratara, sus manos iban acercándose por detrás de los asientos. El cine era eso, una pantalla en el parabrisas, líneas blancas sobre el asfalto y dos actores. El fin de la película lo anticipaban los dedos de una madre en la nuca de un padre lleno de vida. Todos sentimos esa ingravidez, la de la infancia.

No recuerdo a nadie que no tuviera uno. El coche representaba el sueño tras la curva, de ahí que pasara la mayor parte del tiempo estacionado. Salías a la calle y lo señalabas, «ese es el coche de mi padre». Coche y padre formaban una unidad aplicable a cualquier niño. Es más, podías decir «yo soy el hijo de un coche» y a nadie le hubiera parecido raro. Todos hemos conducido aquel coche. Desde el asiento del conductor comenzamos a mirar un mundo que se fue alejando. Yo nunca tendré otro coche que no sea el de mi padre. Mi madre lo vendió. Debe de estar en un desguace. De ahí la ingravidez.

Ilustración: www.hiroshinagai.com

La ruta de los regalos

Los Reyes Magos existen porque hacen todo lo que se les antoja excepto una cosa: decidir la ruta que nos lleva a sus regalos. Así, y para sacarle brillo al óxido, he repasado el trayecto que cada 5 de enero emprendía de la mano de mi padre. Misma ciudad, misma estación en otro tiempo. Claro, padre ya no está y si está es en la memoria, y uno tampoco es aquel niño que miraba de reojo las luces desde el autobús, aunque por momentos pueda rozar la piel de sus mejillas. El recorrido lo marcaba el 2 que pasaba (y todavía pasa) por Guzmán El Bueno y llegaba a la calle Princesa hasta detenerse en Callao antes del mareo. Al pisar la acera todo se disolvía ante una decepción próxima. Resulta que nunca recibimos lo que escribimos en la carta, en cambio, lo que más queremos se va pronto y nunca avisa.

Volver a la ruta de los regalos nos hace ser conscientes de que no hay nada en el mundo material, oro o coltán, que pueda compensar la ausencia. Quizás por eso me desando, vuelvo al bullicio de las calles cuando todo parecía un recién nacido con olor a castaña y elegía aquello innecesario —aún me ocurre—. Entonces padre cargaba con las bolsas, pedía un taxi y se preparaba para la acidez de las mandarinas bajo un pino cubierto de guirnaldas. Esta noche, tantos años después, guardaré el recuerdo en una caja y lo envolveré cuidadosamente para acomodarlo en el armario, junto a la ropa de verano. Ese es el regalo que deseo, ese que tuve, ese que brilla como la tierra vista desde la última distancia.

Ilustración: Masayasu Uchida

Sergio, mi querido acosador

Se llamaba Sergio (nombre real). Era un niño de mirada bovina y aspecto de cabrero con tendencia por los mocos. Cada mañana, yo subía la cuesta cargado de libros de texto y él me esperaba fumando, señal de los más hombres. Sólo empleaba la fama de su barrio, suficiente para infundir temor. Después me señalaba o decía «¡Javier!». Sucedió a la velocidad con la que florecían los almendros del patio de recreo. Un empujón primero, luego la cercanía de su aliento y después mi paga. Si no había duros, entonces me daba de hostias. Pero dolían poco. Lo peor era regresar a casa y pensar en volver a verle en la ascensión diaria. Cuando la amenaza es costumbre, tendemos a refugiarnos en ella. Entonces uno empequeñece, desciende, malvive.

Es cierto que la memoria distorsiona la biografía, adoba los recuerdos. Pero desde la cima del presente escribir sobre él me produce cierta ternura y hasta pena. Niño huérfano de padres y espíritu, más bien solo si le quitaban las patadas. Encontró su lugar en el mundo desplazando a los demás del suyo, como si de alguna manera convertirse en adulto implicara matar al niño que los niños llevamos por fuera. Mis padres lo conocían; los hermanos Maristas también. Alguien le diría que parara. Eran fiestas del colegio. Y me dejó en paz.

No me dejó huella. Bueno, quizás intento vestir bien para no parecernos en nada. En aquellos años la pelea era liturgia, y los pequeños la hacíamos con cabeza e inconsciencia, sabiendo que a ellas y a los débiles nunca se les toca. Mejor salir corriendo. Tampoco se trata de agradecerle nada a este Sergio cabrón. Quizás haya muerto de sobredosis o tenga mellizos a los que quiere con locura. No sé, algunas cosas se incrustan en la piel que nos derrota. Ahora se habla de bullying, acoso antes. La educación puede intentar cambiar las tornas. Otra cosa es que lo haga. En cuanto a la vida, pues sigue golpeando ya de viejos, incluso con más fuerza.

Ilustración: Masayasu Uchida

Tregua ante la sinrazón

La lengua y sus voces hacen tanto tanto ruido que la mañana de hoy, agotada ya desde primera hora, se merece una tregua. Entre las múltiples posibilidades que ofrecen los viajes estáticos se encuentran las orillas, la que uno quiera, y junto a esa orillas una corriente, y de la corriente al mar. Incluyamos cuerpos a flote y con sed. ¡Hace tanto tiempo que no bebemos champagne! Llenemos una copa en el océano para brindar por el tiempo encontrado de París, el de la bohardilla en Malasaña o la casa de campo con perro y nube al fondo. En ese trayecto hacia detrás hubo varias despedidas de aeropuerto y al borde de la acera, dos lágrimas en la mejilla y un avión sobrevolaba el Índico. Siempre te querré dijo ella; siempre tuyo añadió él, y dos cuerpos formaron una estela entre los millones de cielos y tierras. Nada se destruye, sólo arañamos el mundo.

Dormimos en un cuarto con todas las comodidades: pan de molde, agua y tiempo. Y, como en todo recuerdo que se precie, sonaba Randy Newman en el funeral de una chica de Texas, o Camarón en las manos de una canastera. Insisto; cada uno rememora los suyos con la particularidad de que son un poco míos, están en los libros, imitan la ficción.

Resulta que los mayores también juegan mientras los niños rezan, y de alguna manera un poco extraña todos necesitamos saber que hay algo más allá de la carne y las peluquerías. El amor supremo, un rasguño en las rodillas, la primera vez que montamos en bicicleta, el perfume de mamá, la salida de aquel concierto, sus ojos bajo el primer rayo de la aurora. Ni la rabia ni el miedo podrán arrebatárnoslos. Brillan, los llevamos puestos, y además nos salvan.

Ilustración: Leonardo Cremonini

Nieve, nieva

Tenía que nevar para que el mundo cambiara de una vez, para que durante un espacio de tiempo amortiguado abramos las ventanas, miremos hacia arriba y reconozcamos un paisaje dentro de otro paisaje, ahora lunar. Porque sólo el silencio es capaz de abrirse paso entre los copos, y derrotar al eco, y el invierno por fin defiende la matemática de nuestros pasos flotando alrededor de la tierra. Es por esa razón que, cuando todo es blanco, el pecho se frena, la vida es un poco más letargo. Será porque nos devuelve a las batallas con bolas de nieve en el patio del colegio, a esa bufanda con pompón regalo de la abuela, a las manos dentro de unos guantes y los labios del color de las cerezas. En definitiva: al amor y el deseo sin otro cuerpo cerca.

Odiamos el frío, despertarnos en mitad de un beso incompleto, el sudor cuando imita a los lagartos. Sin embargo, a todos nos gusta la nieve o ver nevar, que no es lo mismo. A algunos porque les sirve para recorrer montañas sobrios y haciendo eses, a otros porque cuando se acumula en el arcén significa día libre, o sea, en cama. A mí porque es la ocasión perfecta para ocupar la acera y observar mirando, callar comentando la caída, mirar de nuevo, después sonreír, observar una colilla sepultarse. En realidad, lo que apreciamos son los minutos de tregua que concede. Nadie va a iniciar una guerra mientras nieva; nadie. Como mucho algunos pensarán en diamantes o en comprar unas botas con forro de lana merina.

Lo mejor de todo es beberte un chocolate mientras. Uno bien caliente, sol de Cancún en una taza, algo que compense un corazón color de hueso. Es lo que tiene la vida dibujada al carboncillo. Creo que pronto le haré una canción a la nieve, pero una que no resuene, como ella, aunque con notas, dos corcheas y un hilo de luz. En la estrofa nombraré el perdón, en el estribillo el camino de vuelta a casa. Terminará con Ángel González: «No fue un sueño, lo vi: la nieve ardía». Crepúsculo. Madrid. Invierno.

Ilustración:  Marco Cristofori