Hay que reírse, cada día, hacerlo alto, como si hubiera una cámara lista para congelar el único gesto eterno ya de fábrica. Porque si hay que elegir algo, elijo risas. También en los momentos malos o peores, cuando perdemos a un padre, una pierna o la oportunidad de nuestra vida, cuando nos hacemos viejos y nos duele tanto el cuerpo que la única razón para seguir sea hacia lo oscuro. Tiempo de risas, tiempo que pasamos con los dioses, tiempo que nunca es perdido, el mejor comienzo, la mejor postura y el mejor adiós sin armas.
Ríe para mejorar el silencio y poner en marcha cuatrocientos músculos, para estirar la columna por encima de la niebla y mover el aire de este lunes. Lo saben los tristes: gracias a la risa somos capaces de aceptar la edad y la tragedia, la noche y el final. La risa como acto de rebeldía. Un niño se ríe trescientas veces al día; un adolescente lo hace ochenta y los adultos no llegan a veinte. Pues bien, hagamos pasar a los niños por principiantes. Les queda tanto por reír, les queda mucho para saber que la risa es el antídoto contra la muerte.
Ve al gimnasio y ríete. Ve al cementerio y sonríe porque tú puedes y ellos no. Coge el metro y sonríe ante tanta pena en movimiento. Y no olvides reírte de ti mismo, pero no de los demás. Porque la risa es el único poder que le sirve al pueblo, morfina sin aguja que conserva las arrugas y nos recuerda que hemos venido a jugar con el objetivo de perder. Con la a, con la e, con la o, puedes hacerlo con todas las letras. Inventa, come, folla. Se trata de encontrar la sonrisa perfecta en cualquier parte.
