Echaré de menos la PCR

De todas las novedades que ha traído este fenómeno largo y letal hay una que nos iguala. Es más, diría que se trata del único momento en el que el ciudadano se enfrenta a una aventura incómoda con independencia de su origen, ciudad o destino aéreo. Efectivamente, estoy hablando de la PCR, aunque también vale el test de antígenos. Para aquellos que aún no la hayan probado, decirles que sucede así. Siempre. Tardas un rato en encontrar el laboratorio porque o bien no está a pie de calle o carece de cartel anunciante. Discreción, aunque facturen diez veces más que un bar de moda de antaño.

Una vez localizado el acceso, subes la escaleras y llegas a una sala extrañamente parecida a la cola del Mercadona. Te atiende un sudamericano con guantes que está para la seguridad, pero hace de todo. Habla inglés, organiza a las manadas de universitarios arrastrando maletas y se traba con el francés. Porque si hay algo que defina estos espacios es la proliferación de franceses, muchísimos y con el cuello abrasado por el sol. También hay un ficus y marcas en el suelo similares a las de los homicidios.

Tras echar la tarde, llega tu turno. Enfilas un pasillo carcelario y te atiende una enfermera robusta con voz de sirena. Otras veces puede ser un chaval con greñas por detrás y tatuajes que toca en una banda. Los dos llevan doble mascarilla y son conscientes de su labor social… hasta que se acabe esta mierda. Sacan un bantoncillo, lo introducen por nuestra narina y, por culpa de nuestra mente obscena, creemos que nos atacan con una escobilla del váter. Mismo gesto que al comulgar. Sales de allí incómodo, con muchos menos dinero en la cuenta y la sensación de haberte drogado estando no solamente sobrio, sino tenso por la posibilidad de dar positivo. Me gusta hacerme la PCR; la echaré de menos.

Ilustración: The Ashma Center

«Chernobyl», la fisión del terror invisible

Reactor 1. La central nuclear de Almaraz, en la provincia de Cáceres, produce anualmente el 6,5% de la electricidad consumida en todo el país. El método empleado, conocido como fisión nuclear, divide un núcleo pesado como el del uranio en dos o más —en estos casos la física «se limita» a imitar en condiciones controladas una reacción en cadena similar a millones de trampas para ratones saltando a la vez— liberando los neutrones contenidos en él. De esta forma, unos chocan contra otros desprendiendo calor que evapora el agua que a su vez mueve las turbinas generando energía eléctrica.

Reactor 2. La nueva serie de HBO, una película de terror «ochentero» de cinco capítulos, descompone lo ocurrido en la pequeña ciudad de Chernóbil el 26 de abril de 1986 a la 1:23 (UTC+3), momento en el que una secuencia perfecta de fallos humanos desencadenó un accidente de nivel 7, el mayor en la escala en la Escala Internacional de accidentes nucleares, con una estimación según el Informe TORCH 2006 de 60.000 muertes vinculadas al cáncer.

Reactor 3. La información se extiende por diversos cauces, en ocasiones más rápidamente que la luz, convirtiendo en imágenes y palabras un aspecto amorfo de la realidad. Es ese instante preciso que queda suspendido en el tiempo y el espacio generando una onda de choque que, al contrario del brillo azulado de los reactores nucleares, afecta a millones de personas. En ocasiones la dosis de röntgen es tan mortífera que termina atravesando el corazón de aquellos que no disponen de un traje contra la radiación. La información no se puede dominar, fluye, derroca gobiernos, mata.

Reactor 4. El horror es invisible y equivale a 400 bombas de Hiroshima. Lo único que puedes hacer es evitar parecerte al KGB: desconfía, verifica, no seas un idiota inocente; así nunca podrás ser un peligro para ellos. Y olvídate de la segunda temporada.