¿Qué parte de la soledad procede de un cambio brusco en las costumbres? Durante años, se compartieron migas y paseos en círculo, también caricias, cama, vida acuática. Hasta que una mañana, podría ser de lunes, en el reflejo sólo hay uno y un solo cepillo de dientes. Los espejos tienen eso, que nunca mienten, de ahí que estar solo se parezca tanto a estar dormido. Nada ha cambiado, ni siquiera el sueño. Mismas paredes, misma luz a borbotones entrando por la ventana y ese aire cargado de siesta. En la intersección, la novedad se hace pura soledad. Y no son ni las diez de la mañana.
El día discurre con la extrañeza del que sabe que le falta algo y anochece. Compañía, otro olor, pelos, la cadena del retrete en marcha ya muy tarde. Nadie controla la basura y la nevera pasó de representar a los supervivientes a convertirse en ataúd para el hielo, con sus zanahorias bio y la mantequilla que acompaña a los platos de pasta. Se tiene menos hambre cuando se come con uno mismo y el recuerdo de una digestión pesada. Ahí vivir en un octavo resulta útil, pues desde lo alto se divisa un mundo feliz, redondo y a lo suyo.
Ya estando juntos estuvimos solos, incluso más tristes. Era el desamparo del que corría sabiendo que su corazón tenía eco en otro pecho, sincronías del ventrículo que falta. Porque todo se para, de ahí que deshacerse implique un proceso similar al de la materia: ni se crea ni se destruye, late de otro modo y nos transforma. Mientras sucede, hice caso a mi amigo Toni y compré otro cepillo de dientes. «Te hará sentir acompañado», dijo. Y es verdad.

Ilustración: Guy Billout