¿De qué escribes cuando no sabes qué escribir?

A pesar de que todo es susceptible de ser contado —eso no significa que todos debamos escribir una novela, por favor—, algunos días toca hacer frente a la imposibilidad en su peor versión. Pero nada que ver con la falta de ocasión o medios para que una cosa exista, ocurra o pueda realizarse, sino justo lo contrario. Para escribir sólo es necesario hacerlo y reconocer que lo no escrito es, precisamente, lo importante, algo así como el silencio en música. Porque tendemos a maldecir el coma, rebelarnos contra nuestra falta de ideas y espiar huertos ajenos con el fin de recuperar el pulso, la electricidad, la pala. Frente a la falsa leyenda de la hoja en blanco, surge la hoja en negro que incluye todas las palabras del mundo, todos los senderos, y por lo tanto el bloqueo.

En este punto lo habitual es o bien levantarse de la mesa o, mejor aún, hacerse una paja. Si la sensación persiste, pides cita en la peluquería para regresar más fresco al punto del que huyes desde que sonara el despertador. Y comienzas a hacerte a la idea: ahora tampoco. Entonces sucumbes a la metafísica y anotas a lápiz que cuando uno escribe es ante todo y sobre todo lector y leer es lo que te empujó a juntar palabras. En este punto, el lector medio, ese que abona páginas, desaparece y sólo existe el anhelo del sosiego, del tuyo propio.

Pocas veces nos paramos a pensar por qué hacemos lo que hacemos. Quizás sea contraproducente embotellar el rayo. Pensar que uno es escritor confirma al segundo siguiente que uno es todo lo contrario, como si las palabras poco o nada ayudaran al que vive y vibra con ellas. Pues bien; hoy es viernes de secano y lo que acabas de leer representa de manera precisa y firme mi capacidad para equivocarme peor.

Ilustración: http://www.salzmanart.com/joey-guidone.html

Iñaki Williams, el silencio como réplica

«El silencio es la réplica más aguda». Esta frase, atribuida a Chesterton, refleja como pocas la necesidad de callarse cuando lo único que hay a nuestro alrededor es un olor a orín desprovisto de origen y cuyo final se antoja, cuanto menos, lejano. Y es que ayer, un futbolista vasco, negro y de mirada acuosa dejó en evidencia el discurso de este fascista blanco y de mirada gamada empeñado en convertir el racismo y la xenofobia en su principal arma para obtener votos. Ante las palabras de Santiago Abascal «el que entra ilegalmente en nuestra casa, en España, en nuestro suelo, debe abandonar toda esperanza de trabajar legalmente», Iñaki Williams se rascó el párpado izquierdo y se limitó a responder «si te dijese lo que pienso realmente creo que me metería en un problema». Y así un deportista se convierte en una figura política, necesaria, universal.

Porque raras son las veces en las que, en cuestiones tan relevantes, se tira de la antipalabra, de la reflexión callada, de evitar abrir la boca para contarlo todo, quizás debido a que la sabiduría siempre es taciturna, quizás a que callarse no implica silencio. En cambio es tan fácil rajar que cualquiera puede dar un mitin o un concierto y dejar en el aire una sensación de agresión, de tarjeta roja y vítores. Así, Abascal, nacido en Bilbao, representa la amenaza desde dentro; Iñaki, también bilbaíno como bien indican sus colores, la esperanza traída de fuera.

Por fin un chico que se dedica a correr y dar patadas a un balón deja en evidencia a todos aquellos que apuntan al enemigo más débil, a ese que salta la valla en búsqueda de algo que se parece a la dignidad, tan fácil de deletrear, tan difícil de obtener en vida. Para aquellos a los que se la suda lo que pueda decir un futbolista decirles que no dijo nada. Para aquellos a los que sí les importa decirles que lo hizo con un silencio. Y por fin las dos Españas se reconcilian sin querer. Athletic 1— 0 Vox.

Ilustración: andrecarrilho.myportfolio.com