Michael Jordan por los aires

Desde hace mes y medio no existe otro tema de conversación, o si existe termina estampado contra la troposfera, aquí abajo, en una realidad enmascarada a puerta cerrada. Sin embargo, hace dos días —por obra y suscripción de Netflix— volví a reencontrarme con el 23… veintitrés años después. Fue fascinante comprobar que sigue dominando la gravedad como nadie, marcando 63 puntos contra Larry Bird —el pájaro era otro, blanquito—, infrautilizando muñequeras en un aire que es placenta y que yo, el segoviano rubio que quería ser negro, no era más yo, sino un manojo de nervios ante la electricidad del baloncesto imitando al arte, al deporte asistiendo a la vida.

La verdad es que el Michael Jordan hombre es tal y como te lo esperas. Su escletórica ha enrojecido un par de tonos, se le nota algo botijo, bebe bourbon en ‘old fashioned’ y fuma Montecristos, y mantiene esa mirada del competidor que trabaja más duro que nadie para aspirar a todo y, a pesar de todo (bis), cree que podría haber hecho más (x2), ganar más (x3) partidos, saltar más (x4) y mejor, brindar más (x5) con Scottie, convertir durante más (x6) tiempo Chicago en el epicentro de un mundo con el aspecto de un balón Spalding. ¡Y cómo le queda la boina, por favor!

Sí, es un privilegio ver al mejor de todos los tiempos dando sentido a cuatro cuartos de quince minutos, pero lo que no tiene precio es escucharle repetir como un mantra aquello de «el talento gana partidos, el trabajo en equipo y la inteligencia ganan campeonatos». Volviendo a la tierra; si queremos seguir bailando no nos vendría mal ponerlo en práctica. Palabra de Dios (aka Michael Jordan).

El último punto de Kobe

No se sabe muy bien de qué depende, pero cada cierto tiempo —dimensión que representa la sucesión de estados por los que pasa la materia— surge un hombre que cambia las reglas de la física dentro y fuera de una cancha. A veces por su capacidad para flotar. Otras por convertir lo imposible en algo trivial, repetitivo, un gesto que, a cámara lenta, permite a los espectadores mejorar el curso de sus vidas, sonreír, tal vez soñar, olvidarse del (dudoso) honor genético de una talla S, de una vida M.

Porque ayer, tarde plomiza en Los Ángeles y noche en Madrid, acompañado de su hija pequeña y siete personas más, el corazón Spalding de Kobe Bryant se paró en un accidente de helicóptero. Así es como un jugador de baloncesto deja el mundo, por los aires, a varios metros por encima de la fuerza de la gravedad, la única capaz de arrastrarlo permanentemente hacia la tierra. Y el mundo en el suelo lo llora a pesar de no conocerle en persona, al (ad)mirar sus vídeos en Youtube y esas dos camisetas con el 8 y el 24 ondeando en lo más alto del Staples Center.

Lo mejor de alguien como Kobe fue demostrar que la vida late más allá de los cuatro cuartos, que ahí fuera los idiomas se descifran, los partidos de fútbol los pierde el que no aprende, los viajes perduran sin fotos, que los discos de Jay-Z son acojonantes y es posible amar la trama más que el desenlace porque el final es siempre el mismo para todos. Quizás ahora que ya no estás nos resulte más fácil entenderlo. Gracias, rey; nunca fuiste un jugador de baloncesto, eres leyenda.