¿Arderán las calles?

Resulta conmovedor asistir a la escena: grupos de adolescentes limpiando Logroño después de las revueltas contra el toque de queda. Precisamente ellos, una generación no sólo privada de futuro, sino también de presente, se ven en la obligación de desmarcarse y poner el foco en un malestar social que corroe los cimientos y bohardillas de esta sociedad enferma. Y es que del cabreo y hartazgo nadie se libra, ni siquiera los que siguen llevando la misma vida, al menos hasta las 12 de la noche. La cuestión ahora, 24 horas antes de que Estados Unidos decida inmolarse o alejar la cerilla del bidón de gasolina, es saber si es posible, de seguir así las cosas, que terminen ardiendo las calles de todas las ciudades, pero no a causa del fuego, sino de las desigualdades internas.

Como siempre en estos casos, los gobiernos nacionales lanzan mensajes apelando a la unidad y el sacrificio, mantra repetido desde tiempos inmemoriales y que sólo tiene sentido en un porvenir que va a peor a pesar del tiempo. Porque las cosas pasan, pero mientras pasan se nos va acabando la paciencia y un poco también la vida. Poco importa si es la ultraderecha quien está detrás de los disturbios, o los negacionistas negados o el anarcoliberalismo trumpista con capuchas de la izquierda radical… Si no se toman medidas para reforzar la sanidad y los hábitos básicos de la población los siguientes en rebelarse serán los del Imserso.

Hay que reconocer que la imagen de miles de incendios recorriendo la faz de la tierra al caer la noche es muy potente, que incluso algunos puedan desear arder en un momento de debilidad, cuando el sueño se aleja de los párpados. Pasados esos momentos de calor a discreción la única idea a la que aferrarse, pequeños, grandes y medianos, es que es «algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta». ¡Evitemos a toda costa caer en la tentación de la derrota, invoquemos al agua como fuerza motriz del cambio!

Ilustración: caja de cerillas

Unidos por la pérdida

Últimamente resulta imposible esquivar el tema de marras, como si todos los caminos condujeran al virus, y el día a día, con sus consecuencias y a destiempo, orbitara alrededor de una enfermedad que, poco a poco, adopta múltiples formas. Y es que por un lado, proliferan aquellos que expresan su incapacidad para acatar del toque de queda, manifestando que muchos sufrimos un ataque de ceguera, ansiando declarar la insurgencia y salir a quemar la noche en nombre de la libertad individual. En frente y con mascarilla, otros más pacientes o quizás entumecidos por la manera con la que algunos reclaman ese derecho a vivir, un verbo que roza la supervivencia, pero que implica al conjunto de la sociedad. En definitiva; polos opuestos unidos por la pérdida.

Porque mientras nos enzarzamos en discusiones sin final cierran los cines y los bares, la tienda de instrumentos y el único restaurante con menú a precio de ciudad habitable, espacios y tiempos en los que solíamos jugar. Desprenderse de ellos y su recuerdo significaría borrar un pasado que perfila este presente gris, de igual manera que siempre guardamos el número de padres y amigos fallecidos por miedo a no poder llamarlos cuando nos hagan más falta, quizás en un futuro de espuma y playa.

Así estamos, entre el duelo y la memoria, un poco deshilachados, aunque con el dedal y la aguja preparados para tejer puentes y algún que otro acuerdo que nos aproxime un poco, al menos lo suficiente para evitar perderse de vista desde la otra orilla. Es en ese punto geográfico, con el viento despeinándonos y las orejas frías cuando seremos conscientes de que lo que se pierde nunca se va y, si se va, nunca termina de perderse.

Ilustración: https://robbailey.studio/

Por fin el toque de queda nos hace europeos

Ya veníamos calentitos desde marzo y ahora, en vísperas de nuestras primeras Navidades brindando vía Zoom, nos cambian la hora para convertir el día en una extensión de las tinieblas. Para más inri y en línea con todo lo que acontece en este mundo sincronizado (por defecto) y de psiquiátrico, hay indicios claros de una conspiración. Pero no una vinculada a la dominación 5G o al control de unos urbanitas sin planes ni puentes, sino más bien a un intento de obligar a los españoles, esos electrones libres que gritan al hablar, cenan a las once y pasan de hacer cola, a ser europeos de una puta vez. Y es que o se decretaba un toque de queda por las malas o aquí todo dios seguiría comiendo pipas y tirándolas al suelo hasta el advenimiento de la vacuna.

Bien pensado y como experiencia novedosa, adoptar ciertas costumbres muy arraigadas en otros países puede molar. Sobre todo si este cambio temporal en las aperturas y cierres implica también renunciar para siempre a los toros, dejar de mear en las puertas de las casas y seguir utilizando aceite de oliva para enjuagarse los dientes. ¡Cosas más difíciles hemos conseguido como nación! Para empezar ser incapaces de destruirla… a pesar de llevar siglos intentándolo.

Decía Julián Marías que «España es un país formidable, con una historia maravillosa de creación, de innovación, de continuidad de proyecto… Es el país más inteligible de Europa, pero lo que pasa es que la gente se empeña en no entenderlo». La gente se refiere también a sus nativos. Quizás este momento de alarma y oscuridad nos ayude a percatarnos de que, aunque parezca imposible, podremos acostumbrarnos, hasta la primavera, a ser algo más que nosotros mismos. Cuando termine lo celebraremos como españoles y la luna, sea lo que sea que eso signifique.

Ilustración: George Greaves