El mar está sobrevalorado. Por eso necesito mirarlo, solo mirarlo. No quiero traerle lágrimas, tampoco flotar entre las olas o por encima de las bestias, bajo un cielo azul océano. Quiero quedarme en su orilla, ocupar un banco rodeado de corredores con prisa y viejos lentos, entornar los ojos y escupir arena. Quiero respirarlo para entender de dónde viene, para estar seguro de volver a vernos. Porque el mar es al verano lo que el sol a los inviernos, el primer día de una canción de infancia siendo adultos.
Tiene el mar el poder de una cicatriz hecha de sal, el tamaño suficiente para ahogar al mundo y no saber hacerlo. Todos somos hijos del mar, aunque nazcamos en Castilla, cerca de los cerdos. Y regresamos a su vientre para encontrar fuerzas. El mar trae repetición, señales, un momento feliz en la placenta, el horror de la carne de los bañadores y el bocadillo de queso con tomate. Agua de mar, mar de agua salada, agua bendita de plásticos, medusas, barcos. Mar cómplice, mar de herida y espejo y estrellas. El mar, la mar, piélago de sol y viento.
Todos vivimos y morimos en el mar. A él le contamos todo aquello que no vimos, que no fuimos ni seremos. Tal es su poder sin apenas intentarlo. El mar, en realidad, quiere estar tranquilo, librarse de los hombres, las mujeres y los niños, pisar tierra firme y dormir. Inventar a los humanos fue un error. Por eso llora el mar, por eso calla, por eso huye con cada marea y vuelve porque añora algo. Tiene que ser la nieve, el frío, otras tumbas. Sí, otras tumbas.

Ilustración: María Medem