Lo único que necesito es ver el mar

El mar está sobrevalorado. Por eso necesito mirarlo, solo mirarlo. No quiero traerle lágrimas, tampoco flotar entre las olas o por encima de las bestias, bajo un cielo azul océano. Quiero quedarme en su orilla, ocupar un banco rodeado de corredores con prisa y viejos lentos, entornar los ojos y escupir arena. Quiero respirarlo para entender de dónde viene, para estar seguro de volver a vernos. Porque el mar es al verano lo que el sol a los inviernos, el primer día de una canción de infancia siendo adultos.

Tiene el mar el poder de una cicatriz hecha de sal, el tamaño suficiente para ahogar al mundo y no saber hacerlo. Todos somos hijos del mar, aunque nazcamos en Castilla, cerca de los cerdos. Y regresamos a su vientre para encontrar fuerzas. El mar trae repetición, señales, un momento feliz en la placenta, el horror de la carne de los bañadores y el bocadillo de queso con tomate. Agua de mar, mar de agua salada, agua bendita de plásticos, medusas, barcos. Mar cómplice, mar de herida y espejo y estrellas. El mar, la mar, piélago de sol y viento.

Todos vivimos y morimos en el mar. A él le contamos todo aquello que no vimos, que no fuimos ni seremos. Tal es su poder sin apenas intentarlo. El mar, en realidad, quiere estar tranquilo, librarse de los hombres, las mujeres y los niños, pisar tierra firme y dormir. Inventar a los humanos fue un error. Por eso llora el mar, por eso calla, por eso huye con cada marea y vuelve porque añora algo. Tiene que ser la nieve, el frío, otras tumbas. Sí, otras tumbas.

Ilustración: María Medem

Rodillas

La primavera trae rodillas. Están por todas partes. Abultadas, asimétricas, llenas de colgajos alrededor de una órbita de hueso, planas, flores, únicas. Somos lo que somos de rodillas y ellas nos trajeron hasta aquí. Por eso pierden protagonismo frente a la escasez de ropa y las piernas de los otros. Fémur, rótula y tibia irrumpen con fuerza en una sola palabra, como si hubieran vivido en la clandestinidad y necesitaran aire, poco espacio en los vagones del metro o en una calle en la que practicar el movimiento hacia el verano. Si tuviera que elegir una parte del cuerpo seria una rodilla. Nunca mienten. Y eso que son dos.

Las rodillas jóvenes cuentan poco por culpa de la prisa. En ellas hay heridas frescas, un tono más de piscina, la posibilidad de llegar al infinito y más allá. Las viejas, en cambio, vuelven de revival, reclaman espacios que dejaron de pertenecerles, traen recuerdos de la primera vez en bicicleta y un padre orgulloso acompañando el giro. ¿Os acordáis de cuando la rodilla era un territorio virgen? Ellas tampoco. Se dedicaron a avanzar y avanzar, impactaron contra el suelo. Y se levantaron. El pasado… para los cobardes.

Todas las rodillas son bonitas. Solamente hay que darles tiempo, observarlas sin prejuicios ni cánones. A pesar de todo, casi nadie está conforme con las suyas. Será porque los defectos (propios y ajenos) comienzan donde terminan esos horribles pantalones cortos. Mis preferidas recuerdan a las conchas y brillan cuando el sol está más alto. Hay mas rodillas que personas en el mundo, representar el deterioro y la materia, siguen a la mente y a sus pasos. Aquel que inventó la rueda le hizo un flaco favor a las rodillas. Quedan cuarenta y un días para hundirlas en el mar. De ahí esta oda.

Ilustración: Alex Katz

Maltratar animales en nombre de la fiesta

Fiesta y maltrato, binomio tan patrio como el tinto. Extraña forma de asociar la diversión con la herida, el fuego con los cuernos de un astado. Así hemos pasado los veranos siempre, ajenos a un hecho cruel por ser costumbre. Y es que el mundo cambia a paso de gigante, rápido, muy lento, y las mal llamadas bestias aceptan un destino en garras de los guardianes de la cultura en su versión menos humana. Hace falta mirarles a los ojos, a los animales digo. Hay en ellos un rastro de traición por la vida. Mientras, el sufrimiento y la barbarie se celebra como un atardecer cualquiera.

Cada criatura existe por una razón que solo ella comprende. El campo alberga niños, vaquillas, águilas, y de ellos son también las plazas. Esa relación de dependencia se desgarra cada tarde, a la hora de la siesta. Entonces los perros ladran dentro de sus casas. Al otro lado, muy cerca, alguien menciona el respeto por la tradición. Después, grita el nombre del patrón del pueblo, termina el cubata e ignora el deber consigo mismo, aquel de no matarás a un animal si quieres ser alguien decente.

Muchos hablan del derecho a disfrutar de la sangría sin ser llamados asesinos o paletos, del arte incomprendido y la importancia del sector en términos de ingresos, inventos de seres supuestamente inteligentes. No hace falta rebatirles. Sin compasión los días se quedan sin sentido, las noches tienen el sabor del hierro. Volvamos al campo y a la plaza. Son los animales los que aportan la belleza y el latido. De ahí que nunca fueran expulsados del paraíso. Otros seguirán empeñados en tocar el cielo.

Ilustración: Guy Billout

Volver a lo de siempre

Viene septiembre con la promesa de los días antiguos, aquello de lo que huimos antes. Por esa razón, algunos comienzan el año en la semana entrante, sin cuenta atrás, de frente, con más gente y menos personas invadiendo la ciudad por sus doce puntos cardinales, reloj de tiempo. Se acabaron las aceras de campos en barbecho, el semáforo para nadie. El aire recuerda a una medusa y el color de piel delata a los que se quedaron. Así es, las horas pasaron, pasan, ¡no pasarán!, las noches fueron siesta. Volver, única forma de seguir viviendo.

Entonces uno se para a pensar en el verano, este: aviones, crema protectora, un libro sobre la arena tibia, flotar sin estar muerto en la corriente. Porque si agosto es una ventanilla sobre el gran azul, la próxima estación anticipa la caída un poco ocre de aspiraciones que van del árbol a cualquier parte, de cualquier parte al invierno. Nada de sueños; las ganas de soñar intactas. Hay una canción en cada ráfaga de viento. Y después la primavera.

Parece que lo próximo consiste en intentarlo. En mi caso tiraré aquello que sirve para poco —casi todo—, pintaré las habitaciones de amarillo, gris y verde jade (metáforas del año entre las uñas) y admitiré públicamente que volver a empezar es, en sí mismo, acabar algo, también deshacer porque en el verbo confluyen todos los finales. Tomé esta decisión tumbado bajo el cielo de la Dehesa de la Villa. Era tarde, había estrellas del tamaño de una uva, un claro en el bosque y un hombre que era yo sin querer serlo. De ahí que vuelva.

Ilustración: Guy Billout

El verano de Madrid

Sí, Madrid como género literario, estival, que se quita la ropa en sus aceras sin prisa, bajo un sol de cerilla y rascador. A lo lejos, un último estribillo silencioso. Hace falta valor para quedarse, evitar la vida como tránsito de tierra, mar y aire. También para mirar el cielo, dormir poco frente a la ventana, resistirse a ser como los otros, veraneantes que no viajan cuando quieren, sino cuando les dejan. Porque eso nos enseña la ciudad en la estación del oro: el agujerito dura treinta días. Después se cierra, regresarán los entierros y el maquillaje en el retrovisor del coche, cierta gloria que hoy se parece a un hueso de cereza en la palma de la mano.

Hace pocas horas que Madrid dejó de acoger a todo el mundo. De gran urbe a pueblo a secas, cemento. Ahora el madrileño habla idiomas con lenguas de otra parte, viste con colores caqui y camina por la sombra, todo para ser contado en historias que duran el tiempo que la espuma moja los pies de un bañista al otro lado. La gravedad pesa lo justo, el equilibrio se transforma ante la ausencia de pasos y el murmullo. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Madrid en el verano? De la nada, pero es nuestra.

No me queda claro eso de ser por fin nosotros en una ciudad que imita a los desiertos. Ni rastro del chotis, los claveles ni esos cristales llenos de luz como pintada. Mi portero riega la finca unos metros más abajo. Entonces pego la cabeza a las vías de tren que atraviesan mi jardín imaginario, percibo el latido de una criatura en su barbecho. Dentro de poco volverán las ganas. Madrid de rompeolas, Madrid sin fugitivos, Madrid de huesos nadando en la piscina. El resto… no pasaría nada si no vuelven. Pero siempre encuentran el camino a casa, siempre.

Ilustración: Guy Billout

Del calor a la calor

El calor se ha convertido en la calor, femenino, madre y plural de todos los desvelos. Ahí, entre el termómetro y la sobredosis de mercurio, todo el mundo arde a la vez, delante de un ventilador que mueve un lazo rojo y al borde de las piscinas como expositores de carne. Extraña forma de igualdad por lipotimia. Sólo hace falta entrar a la calle para trascender, salir a rascar hielo y darnos cuenta de que la urbe está preparada para la lluvia, el rayo y el granizo, nunca para la temperatura como martirio. Entonces el poro supura, la piel recuerda a la de una iguana y la sobrecarga térmica fomenta las ganas de matar. Nadie puede escapar de su embrujo, de ahí que uno, antes muerto que sencillo, mantenga el pantalón largo y el calcetín bien grueso. El papillot nació en días como hoy, lo sudo.

Ante el silencio de los pájaros, los humanos comentan y relatan la catástrofe personal y transferible, se rebelan sin caer en la cuenta de que favorecen el cambio climático, el de las palabras: estufa, chimenea, brasero. También mantienen frescas las almohadillas de los perros, y algunos intentar huir de sí mismos, los perros, digo. Nadie lo consigue. Sopla lumbre. El infierno era esto, un planeta en julio que impone la desnudez como modo de vida incómoda. Y olvidamos que con ardor fuimos creados.

Así es cómo el tiempo se ha convertido en manta, de repente, ola que tiñe de rojo el mar y de rescoldos el campo. Entonces pienso en el fuego de esas parejas follando en habitaciones poco ventiladas, en la carne enhebrada por el deseo, en el ritmo que impone el afán de los días a la contra del frío y bajo un sol amarillento, luna llena. No parece importarles que puedan disolverse en la saliva del otro y en el otro. Este calor es un vestido en el suelo, unas sábanas mojadas, una vuelta al cuerpo. Todo.

Ilustración: Guy Billout

Veranear

Viene el verano siempre con dos sombras. Una la que mancha las aceras, la otra es la de un lapso en la comisura de este calendario. Porque lo esperado termina por pasarse, moja los pies de la estación ingrávida. Entonces uno se aferra a la noche con sus días disueltos en mareas, frente al ventilador, aspas, sed, desvelo. Si hay que morir que sea ahora, con la luz de la nevera como guía, con las ganas de vivir intactas. Veranear, verbo intransitivo que implica vacación, el único momento donde el rico y el pobre se parecen. Mientras tanto, las niñas seguirán enamoradas del socorrista. La luna, en cambio, confunde hogueras con luciérnagas. Puro estío.

En el verano podemos secarnos al aire, vuelta y vuelo, dormir cerca del rumor del mar. Hay un campamento en alguna parte, un fuego. Imposible resistirse a no sacar la mano por la ventanilla. Nada de despertarse muy temprano para conducir más frescos. Mismo atasco, un océano de plástico, el interior a dieciocho grados. Tras la curva, la promesa que no acaba. ¡No te acabes! Pero acaba.

Cada año lo espero de la misma forma, en pantalones largos. Las ganas intactas, las faldas más cortas. Y llega la tarde cayéndose algo ebria por delante de nosotros. De este intervalo quedarán los libros que ocuparon la maleta, el ruido de los niños jugando en la otra orilla, la siesta interrumpida por los truenos. Ahora que te has ido, alguien debería escribir una canción de invierno. Por eso el verano atiende mis súplicas y regresa. Si no existiera se inventaría solo, con cada vuelta completa alrededor de todo, con cada vuelta completa alrededor de nada, sólo tiempo al tiempo. Y nunca es nuestro.

Ilustración: Guy Billout

Inmigrantes

En la frontera la valla es fosa. No sólo en esa franja, límite de ficción entre países enemigos, también en un mundo cárcel por latitudes. Mientras, una masa informe de vida y futuros imposibles salta. Otros, de verde y bajo órdenes, se saltan la única ley que importa porque acoge, estableciendo la línea divisoria entre extranjero e invitado. Resulta que la medida de los hombres se ahoga en un mar que hace tiempo que dejó de pertenecer al cazón y la corvina para convertirse en isla al otro lado, matadero, nicho bajo el mercurio. Se trata de una transición extraña de pez a diana, de negro a blanco. Y además borra los nombres.

Balas para recibir al inmigrante. ¡Bienvenidos a España y a Marruecos! Da igual, ¡bienvenidos todos! Pasad que dura poco. Como eterna parece la indiferencia de la mal llamada civilización. ¿Occidente era eso? Un sueño diluido, una mentira. También para los que nacieron dentro de esa idea asfixiada a cada intento. Hacía ella se dirigen jóvenes que abandonan su casa, caricatura de los que se quedan, espejo de los que observan desde lejos.

Me pregunto por qué lo siguen intentando, qué dejan atrás si en nosotros encuentran muerte y sólo muerte, playas de alambradas, animales sin latido, cristal en las alfombras, filo. La esperanza inventa el mundo cada día, quizás un piso y un trabajo, vamos, lo que viene a ser la vida y sus afanes. Bajo esa premisa yace la respuesta: el inmigrante no emigra, huye. Tenemos una deuda con ellos. Hoy parece imposible de saldar. Y saltan.

Ilustración: Andrey Kasay

Calor

El calor devora el hueco entre aspas y campos de girasoles, produce monstruos. En la ciudad, todo es ausencia, conversaciones lentas añadiendo más madera a junio. Un viejo resopla, otro niño bebe a morro y la sombra deja de ser sombra para ser sonido. Así nos convertimos en mosquitos a contracorriente, todos, lejos de la luz pintada, al otro lado de un invierno que aparece en los sueños de fanáticos del frío. Llegará. Mientras, en este microondas de junio, el sudor pinta trajes bajo las axilas y empuja al refugio de la ducha, lluvia que trae recuerdos de un patio de Sevilla. Queda demostrado: el agua es vida, la canícula mata.

Con la caída de la noche creímos estar a salvo, pero se acabó su complicidad de mano amiga. Entonces las horas pasan en los ojos de las luciérnagas, libros en la mesilla abiertos por la misma hoja. Menos mal que ya no hay canciones de verano. En cambio, las peleas fluyen, ascienden por el patio como las burbujas de una olla al fuego. La sangre viene con arena, el ventrículo grita basta, la paciencia mengua hasta el punto de que se cometen más asesinatos. De ahí la tendencia a robar bajo la nieve.

En la termodinámica, el frío se define como la ausencia de calor, en cambio, poco tiene que ver el ardor con el deshielo, más bien pone de manifiesto la falta de glaciares y carácter. Entonces el cuerpo deja de ser nuestro, se dilata, cambia de estado hacia ninguna parte. A nadie se le escapa que la carne se hace gas cuando deseamos flotar en piscinas de mercurio. Calor, ese invento en el que sentirnos solos, principio de días y noches al baño María sin María cerca.

Ilustración: Guy Billout

El final del verano

Los peores crímenes se cometen en verano

El campo grita y los animales huyen en círculo

Mientras tanto, los hombres desean frenar las horas y la culpa

Regresar al bañador y los misterios del cuerpo desvelado

Beber de espaldas a un sol que enjuaga los perfiles de la carne

En verano, las banderas son de humo

El agua, sal de un espejo en el que hundirse

Las piscinas cielos de vaso de agua

Y una cigarra anticipa el principio de la noche tibia

Resulta que podemos navegar el cielo

Abonar el sonido de los pies sobre la arena

Y así pasar las tardes, como se va el calor

De pronto, la ruina del descanso consiste en regresar a los afanes

volver a ser queriendo estar en otra parte

En el verano, en las luces del solsticio siendo enero

Agosto, como el mar, nunca se acaba

Ni en septiembre, ni en la memoria de los días cortos

Ilustración: http://www.emilianoponzi.com