Enviar armas para la paz

Repito. «Enviar armas para la paz». En cinco palabras se concentra toda la vergüenza de la que somos capaces. Pero así funciona el anuncio orquestado por países salvadores en el que se ha convertido esta guerra, la misma de siempre con otros ojos. De ahí los discursos que apelan a la víscera, a la unión, al qué hacer, qué decir, qué pensar, cuando, en realidad, ya lo sabíamos. Pura épica. Se señala el origen del mal, de repente un tirano imprevisible, y a cambio se le conceden metros y muerte, no vaya a ser que le dé por cortar el suministro y Europa se quede a oscuras. Más aún.

Desde mi casa a 3.635 kilómetros de Kiev, todo se ve turbio o demasiado claro, depende de las nubes y el 5G. Y uno sabe cuál es su opinión, pura ignorancia, pero no sabe qué hacer, de ahí que sean las pequeñas y grandes historias de la resistencia las que nos den la justa medida del sufrimiento. En sus rostros se concentra la única lucha que merece librarse: la lucha por la vida. El resto es ruido de bombas y barbarie en el tablero de la geopolítica, una ciencia dominada por todos mis vecinos.

Resulta que si queremos mantener el equilibrio y la estabilidad en Ucrania y los 194 países que la rodean, hay que velar las armas y guardarlas a buen recaudo. Deponerlas implica renunciar a la paz. Esta contradicción se convierte en nuestra trinchera invisible, por lo que tendemos a desterrarla cada día. Es más, a las 14:00 horas estaré cantando en Radio 3… y el mundo en guerra.

Ilustración: Nakajima Kiyoshi

El origen de la rabia

Es curioso observar como el miedo ha dejado paso a la muerte, aislada entre cuatro paredes, sí, pero muerte en vida. En esa misma habitación oscura y fría, demostrando una salud a prueba de cualquier vacuna, la rabia incontenible contra todos los involucrados directa o indirectamente en una crisis que ya es, mal que nos pese, un acontecimiento histórico, ficción hecha gotero.

Primero contra los políticos, hombres de carne y lodo de cualquier signo que en estas circunstancias se asemejan más que nunca a músicos de jazz, improvisando a cada minuto, descubriendo un realidad que sorprende incluso a aquellos que fueron capaces de prever que algo así podría suceder. Porque la realidad ahora no solo supera a la ficción, sino que la empeora. Después contra los demás, señalando con el dedo a los que se sientan más de lo permitido en el solitario banco del parque, los que compran a espuertas, los que calumnian y avivan un fuego que ya se ha extendido por todo el globo sonda, los que ladran y confunden y, por supuesto, aquellos que no se cansan de restar.

Quiero creer que esa ira no se origina en el ventrículo, sino en este sistema inhumano, neocapitalista lo llaman, el mismo que se empeña en invisibilizar a médicos y bedeles, a limpiadoras y trabajadores sociales, a científicos y camioneros. Curiosamente, son estos quienes están manteniendo a flote las ruinas de un presente en cuarentena, como si la única manera de mantener en funcionamiento la maquinaria fuera a base de sangre, lágrimas y algo parecido al amor. Recordad, «lo que empieza en cólera termina en vergüenza».