¿Es posible enamorarse de un desconocido?

Claro que es posible enamorarse de una desconocida, Luis. Sucede por obra de la química. Todo en una noche corta, con su baile y un desayuno nunca consumado. En eso consiste el enamoramiento, en moverse hacia la luz de alguien que nos representa y vive en otra parte, dentro de los párpados y aún más lejos. La música apaga el ruido, el mundo arde en respiraciones tibias. Será enamoramiento si necesitamos ser correspondidos a cada segundo. De lo contrario, no habrá menciones a los hijos o a un matrimonio cara al fuego. El enamoramiento es ahora, todo ahora, aquí todo. Y estas promesas solo se le hacen a una extraña.

Su nombre envenena los sueños y el tiempo pasado estando juntos. Regresa a las sábanas como la saliva. Solamente al conocer a alguien de verdad sentiremos el amor como cuidado diario. En el enamoramiento se hace patente la destrucción de dos que dejarían todo y quieren saber todo de una incógnita: comidas y ayunos, nombre, flores de mercado y apellidos, hora de nacimiento y una previsión exacta de la muerte. Será enamoramiento si se cuenta a los amigos y al espejo. De pronto, quedar no cuesta, aunque sea al otro lado del Atlántico. Adiós, pereza.

Recomiendo el enamoramiento como experiencia única. El cuerpo deja de doler, la cabeza palpita con cada mensaje, la dopamina pinta de rojo los domingos. Y uno, por fin, está de acuerdo con la vida. Aparece el miedo. Pero un miedo por la pérdida del otro, miedo de que no conteste si le llamas, miedo de no poderle hacerle una canción de miedo. Y decir te necesito alcanza la gloria del pan de cada día. Por fin sentir parece justificado. Ella no está, Luis. Pero ella soy yo. Y a los dos os quiero.

Ilustración: Guy Billout

Sobre el jet lag

La vida moderna es un tránsito de husos horarios. Desde el avión divisamos la Tierra plana, llena de peces. Mientras, la luz o su sombra rompen el ritmo circadiano. No hay separaciones ni fronteras en un mundo de culturas tan locales, tan de todos. De ahí el grito entre el cansancio y esta vigilia de espejos. MadridCDMX en cuatro películas y un viaje al baño. En el siglo XIX, los aventureros tardaban cinco meses. Ahora, la distancia se mide en un plato de pollo con arroz sin gracia. De postre, el Sol desde el oeste. Y sueño que no cansa, vida y sueño.

En este estado de ensoñación permanente el sopor se confunde con los Uber. Uno come, pero quiere dormir y cuando duerme tiene hambre. El árbol intercambia sus hojas por bandadas de pájaros. Un curandero rocía con humo la cara de una americana. El futuro fue esto. Porque todo es pasado en México. La extensión del tiempo dentro de un enchufe, en sopas de mazorcas de maíz y en esa reverencia de ojos negros. Nace un no espacio con cada respiración. Faltarán horas de vida.

Cae la noche. Salsa verde en cuerpo y párpados. Al dormir, algunos sobrevuelan esta ciudad de jacarandas y guacamole. La amnesia siempre hacia delante. La memoria en el asiento del copiloto. El alma atrás. A las cinco y media de la mañana, el extranjero abre los ojos, pero no despierta. En ese limbo se sucede. Si pudiera, borraría el punto de partida de los mapas. El destino le expulsa cada vez un poco. El cuerpo que viaja a la velocidad de un avión es incapaz de dominar la mente apegada al suelo. Nadie puede dominar el tiempo. Nadie pudo conquistar América. El mundo, mientras, vela, por fin existe, refleja otros universos en ninguna parte.

Que sea fácil

Puedes verlo en los ojos de la gente: «pero que sea fácil», repiten. Entonces resulta inevitable pensar en el qué, porque, excepto la muerte, pocas cosas vienen dadas. Y menos aún las importantes. Con facilidad se adquiere lo preciso en la vida, aunque tendamos a confundir comodidad con fluidez entre tantas dificultades adquiridas.¿Alguna vez una relación fue fácil? ¿Fue fácil tocar el Preludio No. 1 de Bach en Do mayor? Define la palabra fácil. La facilidad es un destello, un poder, la esperanza de un mundo en el que todo es sencillo menos compartir espacio, aire, día a día.

Normalmente, este «que sea fácil» viene acompañado de una fotografía en un campo de lavanda. Fue fácil porque invertiste tiempo y cuidados en convertir una pista de hielo en un sillón orejero. Sucede lo mismo con las plantas. Necesitan música por los pasillos de casa, luz de lado, agua, palabras de ánimo, inquilinos que bailan frente a la ventana. De lo contrario, se marchitan o algo peor: mueren de pena. La facilidad nos llega con el hábito. Y el sol florece.

Cuando sea mayor todo será fácil. Mientras tanto, dedico el tiempo a entender ese empeño por la facilidad, convencido de la importancia del obstáculo. El peldaño como montaña, el charco a nuestros pies como océano, una nota preludio del silencio. Nada que ver con complicarse, sino con la certeza de que esquivar la traba nos traerá problemas. No quiero nada difícil, pero tampoco olvidarme de esta máxima: «es fácil amar a quien no nos ama y ser amados por quien no podemos amar». Tan sencillo como eso.

Ilustración: Guy Billout

Tu frigorífico eres tú

Abrir un frigorífico es desvelar un secreto o un desnudo. Porque dentro de esta caja fría hay dietas, un trozo de brócoli embalsamado y el único algoritmo con vida. También procesados, familias felices fuera de plano, desgana y falta de tiempo para lo importante: comer, amar, comer y amar. En la nevera de la imagen cada balda representa un hábito. Arriba, con su queso y una loncha de salmón noruego, el sueño. En medio, esa pasta rellena de nueces y lo que parece pera, nunca plátano, música. Más abajo, mantequilla y un limón cojo. En el subsuelo, patatas cocidas, escarcha y aire. El usuario de esta nevera está en pleno tránsito. Y no llega.

Ante el vacío, uno recuerda esos frigoríficos hasta la bandera. El blanco apenas visible entre tanto verde, todo por colores y calorías, leche de origen vegetal, animal y otros, y una promesa de que el mundo no pasará hambre. La responsabilidad es un frigorífico lleno. Los frigoríficos vacíos recuerdan tiempos de escasez. Luego están los frigoríficos tristes, eternos aspirantes a granja consumida por la desgana y el ambiente de los supermercados. El estado de tu frigorífico es el estado de tu mente.

Hay días en los que Dios o sus restos se nos aparecen. Sucede al llegar tarde o muy pedo. Ante la nada siempre encontramos una nueva combinación hecha de frío: chorizo con sardinas, patatas para empujar y nata montada con un mango. Engullimos. Después, dormir es aquel juego de juventud. Dime cómo es tu frigorífico y te diré quién fuiste. Ahora toca ir a la compra para reconstruir una vida acercándose cada día un poco más a una nevera portátil, al mar como única despensa. Y adiós, tristeza.

Gracias por las rosas, gracias por las espinas

La gratitud tiene que contagiarse. De lo contrario, no sirve. La única condición es ser agradecido sin esperar la aprobación del mundo, agradecer como el que pronuncia su nombre o mira al cielo. Movida. Pasamos mucho tiempo esperando que nos recompensen por el daño recibido o el amor dado, mirando con desdén a gente que recoge un premio. Cuesta llegar a una conclusión tan evidente, quizás por tener miedo a la muerte estando vivos. Lo digo en alto: gracias por las rosas, gracias por las espinas.

Disfrutar del rojo de los pétalos implica pincharse y desangrarse. Tiene que ser la experiencia completa, con su playa y sus hoyos, con sus daiquiris y el tedio del día a día sin épica. Porque dar gracias a la vida cuando te da poco o algo que nunca deseaste es la forma de humildad más elevada. «Gracias por este curro de mierda, gracias por esta prótesis». Martillos. Turbinas. Ladridos y chubascos. Estamos vivos. De ahí el agradecimiento.

La desaparición de los seres queridos viene con una lápida y un gracias. Padre ya no existe, pero conocí mejor a madre en su ausencia. Maya ya no está, pero reconozco la razón de haberla amado. Al morir algo dentro de nosotros alumbramos un trozo de vida que va tomando forma muy despacio. Amigos, hermanas, luz al fondo y manchas. El juego termina demasiado rápido. Después, el sol y la luna vuelven a la misma caja. Parece que todo fue un milagro. Y lo somos.

Ilustración: Bo Bartlett

Una patata frita

Hay que estar preparado para limpiar debajo del sofá. Ahí, en esa franja a la vista de nadie, se acumula vida inútil, ácaros y algún que otro tesoro. Empuñar el plumero y la escoba nos enfrenta con nuestro yo más falto de higiene, también con ese pasado que regresa en forma de partículas de polvo. Quizás por esa razón la gente odia limpiar y resulta imposible establecer mínimos: los que limpian todo el rato están locos y los que limpian poco son unos cerdos. Eso sí, todos, sin excepción, limpiamos para acrisolar la mente. Pues bien, ayer, encontré una patata frita debajo del sofá. Y me puse a llorar arrodillado.

Era una patata fea, con la forma de esa fruta que nadie quiere, una patata que se come de dos o tres bocados, nada especial a pesar del milagro de su suciedad tan cotidiana. Esa patata, en realidad, no era una patata cualquiera, sino una patata perdida perteneciente a la que fue mi mujer durante años. Ella —mi mujer, no la patata— pasaba las tardes en el sofá. Abría dos botellas de vino para principiantes, colocaba patatas en un cuenco y desaparecía en la bruma del que bebe sin saborear. Yo recogía sus restos.

Me incorporé. Coloqué la patata frita en el recogedor, junto al polvo y el envoltorio de un condón. Entonces odié a Marie Kondo por ser japonesa y decir aquello de que «el objetivo de la limpieza no es solo limpiar, sino sentirse feliz viviendo en ese ambiente». En el trayecto del salón a la cocina recordé a una pareja enamorada que se divertía comiendo patatas fritas en los bares y regresaba a casa por la acera de la izquierda. Abrí el cubo de la basura y vacié el contenido del recogedor. «Si quieres una casa limpia, mejor apaga la luz», pensé. Pero es mentira.

Ilustración: Vittorio Giardino

Querida autoestima

Ay, autoestima… Cuando brillas por tu ausencia, uno se da asco. Aún peor, no merece esta vida de gente alta y con talento. Y todos conocemos la teoría que insiste en aceptar el cuerpo dado, una mente con falta de memoria y lunares en la cara. Tú, autoestima, en cambio, eres ese freno que detiene el impulso por miedo al daño, como si lo de delante y lo de detrás marcaran la hoja de ruta de todo lo que se arrastra, que es a uno mismo en su perfecta imperfección. En cuanto a ti en exceso, autoestima, produces monstruos y mucho gilipollas.

Para quererte, autoestima, hay que valorar el tiempo y lo que el tiempo permite hacer, normalmente poco porque cunde aún menos. Las pequeñas cosas dan forma a los días y los días nos construyen a pesar del deterioro. Sin embargo, la suma de las partes permite valorar el todo, un todo que cuelga, que se arruga, que hace ruido, pero es casa. Y nadie mea en la puerta de su hogar. En ese espacio privado no puedes entrar, querida, te quedas en el columpio del jardín, subes y bajas siendo consciente de que tu inquilino debe definirse a sí y por sí mismo. Tú de lejos.

Autoestima (dos puntos): el mundo te respeta tanto que ya cansas. Estás por todas partes, en los ojos de los hombres con jersey de cuello alto, en el gimnasio, en la música como fachada. Estás en mí, en los adultos con tallas de niño, en los frágiles y los que levantan peso muerto. De ahí que lo mejor sea el romance. La luz se apaga, el mundo arde y te beso fuerte hasta que te quedes ciega. Así, autoestima, brillas por tu ausencia. Y es posible soñar mirando adentro. Tú lo sabes.

Ilustración: Joan Cornellà

Cuando llega la muerte

Llega la muerte. De noche, en domingo, siempre a la contra. La vida nunca nos prepara, ni para el destello ni para el último latido. Entonces, uno le coge la mano al que se muere o se está muriendo y sabe que se acaba. El silencio viene a recordarnos que lo peor no es la muerte, sino lo que se muere en nosotros al perder a un padre, a un amigo, a un perro. Es extraño. Parece que la muerte lo cambia todo. Pero todo sigue igual. La noche imita a un sueño y el cielo se levanta con la luz del sol. Hay ruido en la calle. Los niños juegan. Todo es distinto.

Recuerdo cuando en el mundo no había muerte o se trataba de algo muy lejano. Los días discurrían en el buen sentido y romperse un hueso era motivo de orgullo. Se podía vivir eternamente. Así pasan el tiempo y la lluvia. Y la muerte aparece con su herida. También la muerte del amor, la muerte de las aspiraciones, nunca la muerte de la muerte. Quizás esta certeza nos ayuda a aprovechar la tarde. Pero no lo hacemos. Hay algo de ese niño que se niega a dejar de serlo siempre.

Mejor penar que morir lentamente. Mejor vivir sin miedo a la muerte que temer su garra. De esta forma, el tomate sabe a tomate, aunque sepa a agua, y los encuentros con madre o con amigos tienen algo de celebración. En lo ordinario está el milagro. La muerte tiene algo de apacible, como si después de tanto sufrimiento fuera necesaria para el que se muere y para los que lo ven morir. Después, un operario de la funeraria le pega los labios al muerto. Los vivos hablarán siempre de las cosas que decía el que hoy sigue estando sin estar. Por fin descansa en nosotros, por fin.

Ilustración: Guy Billout

Ese detalle que lo cambia todo

Es algo que se intuye, aire entre el vacío y la ausencia. En ese gesto se concentra la galaxia, con su sol a la sombra y un amanecer en otra parte. Para verlo es necesario mirar más, mirar donde nadie quiere mirar por estar cerca. Mejor vivir con los ojos cerrados, que el mundo sea un borrón del que salir ilesos al final del día. Son los detalles los que crean momentos felices o nos sentencian. Llevé su mano hacia mi ingle mientras nos besábamos. Mi mano quedó suspendida dentro de la suya, dijo no con un gesto leve. Y ya no hay nada.

Pequeños detalles en circunstancias que hacían poca falta. Pues bien, esos detalles dejan huecos. Detalles relevantes, precisamente porque pesan poco o nada. Pueden ser ideas, la forma que tiene la luz de impactar en los cristales, imágenes en un contexto como soñado. El conductor miraba al fondo de la noche. Los faros del autobús convertían la carretera en una salida a aquel viaje tan largo. Un ciervo se cruzó entre las luces y un destino.

Los detalles de nuestros problemas convierten el problema en un juego de niños, también en tragedia. Los detalles de un abrazo convierten los detalles en una lista que se prolonga más allá del tiempo y el espacio. Los detalles son tan pequeños que no pueden ser imaginados. Somos detalles en un cuerpo incapaz de albergar más detalles. Limpiaste el espejo empañado con el lateral de tu mano buena. Acercaste el pecho en un gesto raro, levantando el brazo por encima de la cabeza. Un bulto del tamaño de una uva. Recuerdas el color de la toalla enrollada bajo tu pecho. Detalles buenos, malditos.

Ilustración: http://www.emilianoponzi.com

De un mundo sin tiempo

Hay un mundo sin tiempo. En ese mundo, los viejos nunca mueren, los niños lanzan manzanas al aire que no tocan el suelo. Todo está en suspenso: las nubes, los latidos del corazón de un pájaro. En ese mundo, el pasado no pesa, es solamente una posibilidad entre todas las posibilidades que la vida ofrece. La libélula toca la superficie del lago. Nieva frente a un sol que nunca sale porque nunca anochece en este mundo. La noche es noche sin sus días, sin los dedos de la mano. Las estrellas brillan en un cielo a salvo de pestañas.

A ese mundo sin tiempo regreso cuando quiero. Es un mundo desprovisto de la prisa y el desorden, sin recuerdos o sin tumbas. Los paisajes permanecen en el marco de las ventanas, los amantes olvidaron el horror contenido en cada despedida. Nada cumple años, nade tiene un fin, nada envejece. Un campo de girasoles frente a un universo quieto. Huele a leña y a piel de mango, la lluvia moja y la humedad… la humedad fue un sueño de verano. El mar siempre espera tras la curva. Siempre.

No hay pasado en un mundo sin tiempo, como tampoco hay pasado en el pasado ni hacemos planes de futuro. En este mundo estamos solos, pero no importa. El tiempo y su paso: obstáculos de la felicidad. Sin tiempo, la alegría y la tristeza son solo palabras. Y a las palabras se las lleva el tiempo. Colores en lugar de tiempo, amor a una distancia prudente de las horas. Sin tiempo por fin vivimos dentro de este mundo, la música palpita en una sístole. Nunca hubo tiempo en el tiempo. Por eso regreso a ese mundo cuando quiero.

Ilustración: Darek Grabus