Viajar con alguien

Estar en otra parte, conocer países y volver sin ganas. Nos pasa a viajeros y turistas, también a los que ya no están para dormir en una hamaca. Hay algo en poder decir «yo estuve allí» que engancha, como si el Google Maps fuera, de pronto, una herramienta para los paletos. Al intercambiar lugares de trabajo por recreos tenemos la sensación de que todo se hace por última vez, que hoy será distinto que mañana. Así nos maravillamos ante una calle fea y sucia, o el chándal de un adolescente con cara de salir del after. Está bien hacerlo solo. Es mucho mejor acompañado.

Ahora el mundo ha encogido, todo está en Booking. Sin embargo, la gente en las ciudades guarda la distancia de seguridad, va a sus cosas, mira el móvil al cruzar la calle. Cuando viajas, las cosas se miran desde la infancia, se les da forma con los párpados y una pupila cada vez más grande. También ves a tu pareja de viaje de otra forma, como si con cada fotografía fuera desnudándose muy poco a poco. La compañía en un país extranjero se parece mucho a los bastones de los viejos, tira de las piernas cuando el tren se para, hace del viaje un paseo hacia cualquier parte (siempre buena). La velocidad que importa se traduce en pasos, pasos compartidos, pasos hacia atrás y hacia delante.

¿Cuándo nos convertimos en consumidores de vacaciones? Con la llegada del avión y el éxtasis. Para compensarlo intentamos viajar de forma responsable, manchar poco y rellenar los huecos de una historia con tantas lecturas como destinos. Me quedo con la de dos blancos en el país del té con menta, de dos españoles, el cielo y un escarabajo del desierto, de dos turistas que regresan a casa sabiendo que, a veces, en el momento más inesperado, aparece alguien para mostrarnos el mundo de otra forma, redonda y plana, tierna y cruel al mismo tiempo.

Ilustración: Holly Stapleton

Lo extraordinario

Esperamos cosas extraordinarias. Y nos equivocamos. Porque cumplir un sueño consiste en dormir ocho horas, solo o con alguien que te gusta cerca. Ya es mucho. Nuestras aspiraciones representan una forma de negar la realidad. Lo importante consiste en abrir los ojos por la mañana, cepillarse los dientes, masticar un puñado de anacardos, vestirse bien, salir a la calle y mirar el sol a través de las copas de los árboles, regresar a casa, tocar las teclas blancas del piano y esperar a que anochezca. El simple acto de vivir es, en sí mismo, algo extraordinario.

El pasado está sobrevalorado porque somos incapaces de comprender lo que nos sucede en el momento en que sucede. Necesitamos tiempo e hilo. Es extraño que todos lleguemos a la misma conclusión con vidas tan antiguas, tan distintas. Quizás el simple acto de vivir y caminar erguidos no sea tan simple y haya que desentrañarlo equivocándose, con paciencia, sin esperar nada. Así se forman los diamantes, sometidos al calor y la presión exactos. Así permanecen bajo tierra, hasta que un día, alguien termina exponiéndolos en una vitrina. Adiós a todo lo extraordinario alrededor del cuello.

Las personas con un aspecto extraordinario suelen tener conversaciones de lo más común y lo extraordinario consiste en superar una infancia de golpes y tristeza, una adolescencia programada, una edad adulta en la que todo lo que habías planeado se fue al traste. Y a pesar de todo, aún respiras. Amalia Bautista lo dejaba escrito: «Son poquísimas las cosas que de verdad importan en la vida: poder querer a alguien, que nos quieran y no morir después de nuestros hijos». Con las palabras se puede inventar otro mundo, un mundo extraordinario que desaparecerá, aunque mantengamos los ojos bien cerrados.

Ilustración: Guy Billout

Amar el sueño roto de la vida

La vida es aquello que perdimos. Sacamos la cabeza del agua y sentimos el sol en medio de la cara. Nadar cojos y con una receta húmeda en el bolsillo, volver a secarse ya sin ganas. Las cosas van cambiando, tu pareja te cambia cada día. De repente, no conoces un solo grupo del cartel. Los viejos se aferran al amor tranquilo y a otra cerveza. Los jóvenes huelen ácido y lo consumen. Nada sucedió como esperabas. Esa es la razón para creer en otro milagro cotidiano. «Amar el sueño roto de la vida», escribió Brines. Despertarte sabiendo que has soñado.

Todos creímos ser reyes. Y compartíamos piso. Todas esas fotos esparcidas sobre la mesa del salón, todas esas fotos del móvil… Dentro de poco nadie hablará de ellas, aunque estemos vivos. La única forma de encontrar tu lugar en el mundo consiste en recoger pedazos. Las promesas solo sirven para rellenar las paredes del gimnasio, los «para siempre» maquillan una realidad que produce monstruos. Y los tritura. Ni ganar por goleada ni la pérdida que conduce al victimismo. Vivir consiste en empatar y encontrar en la repetición una grieta por la que se cuela la luz, la oscuridad, la luz y la oscuridad.

Quise escribir una gran canción. Al pensarlo, la canción ya vino muerta. Amar la vida incluso cuando tu vida no te guste. Seguir haciendo aquello en lo que crees en contra de opiniones ajenas. La locura consiste en repetirse por razones de mercado. Aférrate a la fe que alguien deposita en ti, aunque sea tu madre. Nadie tiene ni puta idea. No hay atajos. La bondad trae resultados a muy largo plazo, a veces cuando ya estás muerto. La personas inteligentes tienen más dudas que los imbéciles. Al próximo que me llame crack, le escupo. Amar la vida por encima de todas las cosas. Amar la vida rota por un sueño. Amar el sueño de una vida rota. Que se rompa. Porque todo se acaba a toda hostia.

Ilustración: David Shrigley

Esas mujeres que compran flores

Ahí están ellas, decidiéndose frente a un jardín en venta. Indecisas, acercan la nariz a las corolas, entran en la floristería con las manos en alguna parte. Después salen con flores en las manos, un poco decepcionadas, igual que el que sale de la peluquería. Hay un color para cada persona, un pistilo por cada día que nos queda. Yo observo con curiosidad a esas mujeres que compran flores. Es bonito entregarle el ramo a alguien, mirarle a los ojos; o simplemente ponerlo en agua y observar un cambio dentro de la casa. Las flores otorgan un poder que no hace daño, aunque mustien y terminen en un cubo de basura. Comprar cambia de significado cuando la mercancía deja rastro.

Apenas hay hombres que compren buganvillas o caléndulas. Lo harán por Internet. Cuando veo a alguno con una rosa roja envuelta en plástico siento que se sienten observados. Será la infidelidad que este acto representa, como un señalamiento público. Las mujeres, en cambio, lo hacen por amor y estética, compran flores sabiendo que son una buena razón para vivir, que reconfortan. No se le puede pedir nada a las flores, cumplen su función sin complementos o vestidos. Quizás necesiten palabras más humanas, menos ciegas.

Amapolas, un clavel blanco, dalias, geranios en los balcones de madre, hortensias, orquídeas, pensamientos, petunias, brezo con olor a caramelo, peonías, lirios de los valles, crisantemos para un padre muerto, adelfas para los más vivos, mujeres serias, altas, con un abrigo largo, con un pañuelo en el cuello y gafas de sol de marca, con anillos, sin pendientes, con los labios rojos, que sonríen, que compran pan y camelias, mujeres solas, con un niño dentro de su vientre, mujeres que saben encontrar belleza en este invierno. Mujeres que no saben que ellas son flores. Mi barrio es mejor porque las mujeres compran flores que se lleva el tiempo.

Ilustración: Gérard Schlosser

La importancia de lo inútil

El cine, las canciones, el arte… cosas inútiles. Al menos si los comparamos con la labor de un dentista o un barrendero. Por esa razón reivindico la inutilidad frente al beneficio, la cama y el colchón frente al madrugador que cambia las sábanas del mundo, los pececitos de oro frente a los socorristas. Que algo no sirva para nada implica una forma de belleza inalcanzable para todo lo supuestamente útil. En una época en la que los clientes superan en número a los ciudadanos reivindicar lo inútil parece un acto subversivo. Recordatorio: ser un inútil es un cumplido pues implica libertad de pensamiento, libertad para vivir sin aspirar a algo.

Toda mi adolescencia fue inútil. Mi guitarra y mis dedos en una habitación. Fuera sucedían cosas importantes, la montaña al fondo, la modernidad y el campo cambiando de amarillo a verde. Dentro había escalas, repeticiones, una melodía para otra canción triste, puro hedonismo científico que, años después, ha servido para que mi mundo no sea necesariamente mejor, pero sí me pertenezca. La inutilidad consiste en reemplazar lo que más quieres por aquello que se supone deberías querer más. Entonces gana el mercado, la lógica empresarial. Y el asco.

Crear sin un fin concreto, ni siquiera un final alternativo, llenar el tiempo con flores y gestos que nadie pueda ver. Así, de inutilidad en inutilidad, podemos escribir una biografía de lo que importa. Hay algo terrible en desechar aquello que funciona inesperadamente, como si el efecto se impusiera al hecho de soñar y enterrar la causa. Me gustan los mapas que representan fronteras lejos de la realidad, las canciones en el disco duro. Qué esenciales las cosas que no sirven para nada. Adiós al cálculo, bienvenido siempre lo incuantificable. Porque nadie es más rico que el que va al cine, que el que escucha música, que el que considera arte un rayo de sol dentro de casa.

Ilustración: Oyow

El hijo muerto

Solo se puede conocer el dolor cuando se pierde a un hijo. Lo demás son aproximaciones. Fue un accidente, se le paró el corazón mientras dormía, no pudo salir de aquella discoteca en llamas. Dentro de la sinrazón existe la posibilidad, pequeña como la uña de un bebé, de que el hijo muera por culpa de un golpe de metralla, de una bala dirigida al corazón de las tinieblas. El niño de la imagen no duerme, el padre se mancha con la muerte de su hijo. Entre medias hay noticias que importan más. El mundo debería pararse cuando suceden cosas como esta. Pero no lo hace.

Ante la pérdida de un hijo, el sufrimiento deja de ser una opción. El padre, el de la imagen, soñará con su hijo soplando las velas de una tarta, recordará aquella mañana que le vio salir de entre las piernas de la madre. Los tres lloraban. Ahora el padre llora hacia dentro, como lloran las bestias que han perdido el ritmo de las estaciones. Nosotros, europeos, tan lejos, somos testigos de un padre frente a su tumba, también la de su hijo, carne dolorida, carne muerta. Entonces el padre, cubriéndose la cara con la mano, entiende todo, también que la gente mire hacia otro lado. Porque todo lo pierde el que pierde un hijo, aunque los hijos creamos que perder a un padre pueda doler siempre. Lo que promete el dolor siempre se cumple. Dije siempre.

El padre sigue respirando cuando todo en la fotografía es muerte. Luz blanca sobre tela blanca, luz de un corazón que deja de latir. El milagro de la fotografía radica en la posibilidad de que el padre se levante, entierre al niño con sus propias manos y se aleje caminando solo. La muerte huele a injusticia, a flores secas y a conchas hechas añicos. Lo único que debiéramos temer es la muerte de la infancia. Lo que el niño necesita ahora es un baño caliente, que le limpien la sangre y que lo olviden. Quizás lo que los demás necesitamos sean un par de zapatos nuevos, vivir en paz sabiendo que la guerra enseña aquello que nunca necesitamos saber. Da miedo tanto dolor, da pena ver a un niño envuelto en un sudario de pura indiferencia.

Ilustración: Mohammed Saber

Llegar a los cien años

Ayer conocí a un señor de 100 años. Había tres globos dorados en el salón, un uno y dos ceros de helio entre el techo y la alfombra de una vetusta casa. Todo en él, su mirada y su pijama, el aire alrededor de su nariz, los cuadros y los libros, todo tenía el aspecto de lo que dura demasiado. Este señor ocupaba un sillón sin saber muy bien cómo había llegado vivo a 2024… Así que me dio miedo preguntarle por sus ganas de vivir, si no se le hizo muy largo pasar de siglo en siglo mientras todo desaparecía. Me dio miedo hacerlo porque me sentí tan joven como los que dicen «bro», un recién nacido frente a un bosque de sequoias. La edad es un tema de la mente sobre la materia, sí, pero cien años conllevan una soledad intolerable.

Al mirarle a los ojos reconocí al que encuentra en el olvido un atajo para seguir tirando. Había viajado por el mundo, había visto cosas que nadie creería, había vivido más que nadie en el barrio. No pude más que compadecerme de él y de las 20.000 personas en España que alcanzaron su edad, sin olvidar a los vampiros de los after y a esos viejos que quieren morirse a los ochenta porque se quedaron viudos. Vivir cien años es un error, igual que morirse a los dieciséis o ponerse bótox cuando todavía no sabes la cara que tienes.

Recuerdo escuchar a mi padre decir que él prefería morir joven. Mejor eso que sufrir el deterioro del cuerpo, de la mente y de la moda. Se murió con 62 años dejándonos la sensación de haberse muerto mucho antes de lo debido. Quizás este señor de 100 años también se murió hace décadas, sin embargo sigue respirando por curiosidad, porque nunca se sabe qué se inventará la ciencia cuando seamos viejos. Queda claro que el secreto de la longevidad es la paciencia, queda aún más claro que el secreto de la juventud reside en creer saberlo todo.

Ilustración: David Shrigley

Las herencias

La tía murió y sus sobrinos la despedimos sin saber qué hubiese pensado al vernos frente a su ataúd. Cuando estaba viva, la visitamos menos de lo que se merecía. Ella, en cambio, estuvo siempre al otro lado, nos contagió su amor por el cine y la necesidad de leer para ser personas dignas. Dejó unos cientos de euros y muchos libros que valen menos que su recuerdo lleno de sonrisas y cigarrillos mentolados. Yo me encargué de repartir el dinero a partes iguales. Pensé en quedármelo y malgastarlo en un fin de semana. Fue un pensamiento que desapareció tan pronto como vino. En ese momento, delante del ordenador, me di cuenta de que las herencias, cualquier herencia, son un regalo envenenado.

Y no me refiero solamente a una casa a dividir entre hermanos, a coches nuevos o viejas motos, a cuentas corrientes y manuscritos sin publicar. Hay herencias peores: la alopecia, una nariz que crece y crece, el cáncer que se transmite de generación en generación o ciertas facciones de la cara. En cambio, el talento no parece hereditario, tampoco la bondad o las ganas de vivir sabiendo que, tarde o temprano, esto se acaba. Heredamos lo que deseamos, también lo innecesario. De alguna manera, mi tía habita en mí. Puedo sentirlo al verla en las fotografías. Los ojos nunca mienten. Quizás sí lo haga el corazón.

Me pregunto qué tipo de herencia dejaré delante (es evidente que detrás no dejo nada). Me gustaría que la gente al recordarme (un instante) pensara en canciones o en palabras, en una lista de metáforas absurdas y mi empeño por portarme bien con los demás sin conseguirlo del todo. No puedo legar mi cuerpo a la ciencia porque es demasiado pequeño, quizás por mi mano izquierda me darían algo. Lo mejor de mí fue lo mejor de la tía, todo alas, ni una sola raíz. Ninguno de los dos fuimos ejemplo de nada para nadie. Dejamos la ternura en vuestras manos, toda la esperanza en un mundo flotante.

Ilustración: Hasui Kawase

De la música

Ayer toqué con Mister Marshall en la sala El Sol. Fue un miércoles a la hora de la cena, uno de esos días en los que hay tantos saraos que Madrid parece una cola en cualquier parte. Tocamos, sin bises, rodeados de amigos y algún extraño que miraba al escenario entre asombrado y aburrido. Quizás las dos. Un concierto corto con un mes de promoción y malas decisiones, semanas molestando por mensaje,¡venid!, ensayos en un local caro, cargas y descargas, agujetas, cables, amistad, malos olores y cero beneficio económico. Pues bien, tocar música es, salvo raras excepciones, una continua pérdida y, probablemente, el acto compartido más bonito del mundo.

Y es que casi todo lo que importa en un concierto no se ve. Los técnicos; las horas con el instrumento; la frustración por aspirar a más cuando, en realidad, tocar con gente a la que quieres es sinónimo de éxito. La industria pone en valor al público (que paga), sin embargo, la música es una experiencia que va de dentro a fuera, nunca al revés, que está por encima de las redes y el ruido, que solo debe de tener en cuenta al que quiere descubrirla por sí solo. Resulta imposible imaginarse a nuestros ancestros sin cantar en torno a un fuego, sin convertir la pena en una fiesta o un baile. Luego, el silencio. Y ahí empiezan las canciones.

Recuerdo ser un niño con guitarra, nunca un niño solo. A partir de los doce años fue lo único que hice. Tocar para mí y para padre, tocar para la gente que venía a vernos en Segovia, luego Londres, después la rue de Maraîchers, Tokio en un piano. Nada cambíó. Poco público, muchas canciones, más años. Tenía que ser así. Porque la música da mucho más de lo que le puedes ofrecer, nunca defrauda, trata bien a los sordos y no penaliza la falta de talento. Por eso sigo tocando música con mi grupo y dando conciertos, para descubrir un mundo cada vez más lejano y recordarme que estará ahí, que pase lo que pase, la música estará siempre.

Ilustración: Guy Billout

Cuando alguien te gusta

Cuando alguien te gusta suceden cosas. La primera, y quizás la menos importante, es que uno se quiere un poco más. Por fin puedes hablar de todo lo malo que hay en ti, que es mucho y recurrente, del miedo a estar solo y al dolor. También de lo bueno. La otra persona te mira con ternura, «podrías ir a terapia», sugiere. Y te acepta. Lo sé porque una tarde, con la luz oblicua entrando por la ventana de la habitación, ella colocó su mano por dentro de la manga de mi camiseta. Y así, respirando un aire de siesta, los dos, dormimos sin saberlo. Por eso pareció soñado. Al despertar supimos que todo lo que necesitamos era ser solo nosotros, sin prisa, sin deslumbrar siquiera.

Cuando alguien te gusta la ciudad de siempre parece nueva. Reconoces las calles, sus cristales llenos de luz, la gente sin orden en bicicletas con las ruedas deshinchadas. En cambio, surgen detalles que la hacen irreconocible. Sí, se puede ser extranjero en el barrio que conoces como nadie. Depende de la compañía. Incluso la Puerta del Sol, tan llena de gente, tan falta de personas, recupera su pasado de uvas por el suelo y te recibe, despeja la ruta hacia la siguiente plaza, hacia ninguna otra parte más que hacia nosotros. Ser feliz entre desconocidos que compran de forma compulsiva. Solamente hace falta alguien al lado que lo viva a su manera, sin prisa y sin luces de Navidad, sin deslumbrar siquiera.

Cuando alguien te gusta te asaltan las dudas respecto a cómo sería la vida juntos, peor por separado. Porque sabes que después de un mal día vendrá ella, que podrás mirarla y borrar el ruido de sus ojos, abrir una botella y dejarla casi entera. Todo tan banal, todo extraordinario. El tiempo pasa entre los dos, un edificio al fondo o por detrás de su perfil mediterráneo. Quizás lo más importante de que alguien te guste sea la incapacidad de no poder ver lo que tenemos delante, de inventar un mundo a nuestra medida, en la buena dirección, que se sostenga en la oscuridad del firmamento, sin prisa, sin deslumbrar, sin deslumbrar siquiera.

Ilustración: Guy Billout