Hace unos días vi un vídeo en el que tocabas la guitarra. Estabas concentrado, con la cabeza cerca del mástil, con los dedos en las notas. Llevaba años sin verte. El paso del tiempo sirve para olvidar detalles en los otros y de uno, para convertir a un padre en algo muy lejano. Terminaste de tocar y dijiste algo a la cámara. Al escuchar tu voz por primera vez desde que te incineramos, me di cuenta de que tenía preguntas para ti. Y lo peor de estas preguntas no es la falta de respuesta, sino el no habértelas hecho cuando tocabas en el salón de casa.
Me gustaría saber si fuiste feliz o si, en cambio, la felicidad consiste en tener algo que hacer. ¿Es verdad que todo pasa? ¿Tú también le pedías consejos a un padre ausente? ¿Qué es lo mejor de estar muerto? Sin música la vida sería un error, pero sin vida, ¿qué es la música? Si pudieras regresar, ¿reconocerías el mundo en el que vivo?. Cuando se muere un padre, ¿los hijos se quitan una carga o mueren un poco? ¿Por qué te molesto con esta mierda de preguntas?
Voy a esperar un rato, a ver qué pasa. Hay silencio en esta habitación sin vistas. Las preguntas que nunca te hice sirven para entretenerme, cuentan historias de una ausencia y de mi falta tras tu ausencia. Nunca te dije «te quiero», estando vivo, aunque supongo que tú ya lo sabías. Ahora lo escribo como si fueras a abrir la puerta y ponerte las zapatillas de andar por casa y sentarte en el sillón para tocar la guitarra. A veces, tardamos demasiado en encontrar respuestas. A veces, las preguntas sin respuesta son un grito. Y el amor hacia un padre es para siempre.