Javier odia a los animales. A los animales y a los niños. Más concretamente a los gatos y a los niños de menos de tres años. No puede evitar taparse la nariz cuando entra en casa de alguien que tiene uno de esos (no distingue entre homínidos pequeños y felinos). Los rincones tienen ese olor a pis tan agrio, las marcas de las uñas recorren el parqué como líneas de ferrocarril, bolas de pelo salen volando cuando se abre la ventana del salón y el sillón, ese que costó una pasta porque era 100 % cuero de vaca y a medida, muestra la estructura de madera que, vista a nivel del suelo, no parece tan cara. El dueño del mismo, o padre, o amo apenas duerme por la noche y en ocasiones piensa que lo tuvo para sentirse menos solo o (esto suena mejor), estar acompañado.
Cagan bolas pequeñas, arañan, duermen y comen, son extremadamente independientes, eructan, saltan y atrapan gorriones que no hacen mal a nadie y ¿qué decir de esos que ni siquiera tienen pelo? Esos son los peores porque en una misma criatura se concentran dos atributos que detesta: un ser con aspecto de bebé, lleno de arrugas, casi recién salido del útero materno, que maúlla cuando tiene hambre y nunca rechaza un tazón de leche… ¡Criaturas del demonio!, ¡con lo bonito que es un tigre!
El caso es que Javier está casado. Si. Además lo hizo por amor. De verdad. Ama a su mujer de una manera que no llega a entender. Casi tanto que le duelen los pliegues de la frente cuando la mira y una sensación de querer comérsela le atenaza todos los músculos, exceptuando el pene. El amor es otra cosa y no va por ahí. Aunque también folla.
A su mujer no le gustan los niños (Javier respira, aliviado). Sin embargo, le encantan los gatos. Los blancos sobre todo. Y que no sean gordos. En casa de sus padres —ellos viven lejos— tiene dos, y por las noches, antes de dormir en una posición imposible, toca la superficie del móvil, pretendiendo que el plasma es suave y agradable al tacto y están tan cerca como la almohada. Gatooooooooooooooooo, susurra en su lengua materna. Quiere uno. Pero Javi se niega. Al menos se negaba al principio pero, con el paso del tiempo, comienza a ceder. Sabe que tiene que ser firme porque de verdad, ¡le dan asco los gatos!
Esta mañana se sorprendió al ver uno en Internet. Era gordo, con el hocico metido para dentro y de color «miel puesta de sol a las afueras de Las Vegas». Y lo quiso para él. Y se olvidó del sofá de cuero y de la superficie perfectamente lisa del roble canadiense que pisan sus pies. Reaccionó a tiempo pero sabe que el agua está colándose por la grieta: es imparable.
El amor es una traición. Es capaz de jugar con nosotros, de discernir entre un gato y un bebé, de hacernos renunciar a nuestros principios fundamentales y a nuestra palabra. El amor es, en realidad, un gato. Pensad en ello. Micifúuuuuu, ¡a comer! Clinc. Se abre la lata de olor repugnante que mantiene con vida a esa criatura igual de asquerosa. El gato es amor. Amar es maullar, y mantenerlo a veces es cuestión de aguantar el olor a orín, las pelotitas de mierda bajo la cama y la llegada del verano a la ciudad.
Dedicado a mi amigo Javier Vicedo. Y sí, el nombre es pura coincidencia.