David Bisbal y el estado del arte

Interior de un hotel de lujo del centro de Madrid. Suelos de mármol brillante con vetas. La luz penetra a fogonazos por la puerta giratoria. No hay nada excepto tres mostradores, dos recepcionistas y un insoportable olor a pepino.

David Bisbal Ferré. Almería. 175 cm. Rizos con forma de montaña rusa cuando se deja crecer el pelo y una capacidad sobrehumana para girar sobre su propio eje. 37 años; tropecientos millones de discos vendidos. Cantonto. Recorre la recepción de este a oeste embutido en unos pantalones rajados que muestran una rodilla valorada en millones de euros. Le precede un gordo de pelo aceitoso con aspecto de mánager y un chaval que podría ser vendedor del ZaraHome.

Los recepcionistas sonríen y sus caras se estiran tanto que los pliegues tocan los lóbulos de las orejas. Les pagan para ser simpáticos.

  • Buenos días, señor Bisbal.
  • Hola, guapa (a lo que sigue un ruido mitad silbido, cuarto de sonido gutural y dos libras de krggggggggg). No se puede describir con palabras. En realidad, no es humano. Bueno, sí.

Da un par de zancadas de metro y medio mientras los recepcionistas le observan pensando que sí, que realmente se trata de Bisbal y es mucho más bajito en persona. De pronto, se detiene a la misma distancia de la puerta principal que del centro de estética que da acceso a las habitaciones del hotel. Ahí, justo a la altura de los ojos de Lore y Manuel (así se llaman estos dos jovencitos que cobran 1.200 euros según convenio), Bisbal desplaza su cadera en dirección a «Vista 2006″ de Peter Zimmermann, una obra que consta de numerosos estratos pigmentados teñidos con resina acrílica que se asemeja a una bañera rellena de caramelos derretidos, regalo personal del artista al propietario del hotel, el señor Gabriel Escarrer.

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David encoge ligeramente las rodillas y se desvía de su trayectoria para acercarse al cuadro que vibra en la blancura de ese espacio un tanto irreal. El recepcionista retiene la respiración. Bisbal se acerca más. El recepcionista se muestra sorprendido por el interés del artista almeriense en esa obra en particular. Bisbal casi puede rozar con la punta de la nariz la lisa superficie con olor a nada. El recepcionista parpadea y se pregunta de dónde procederá su  interés en el arte. Bisbal asiente con la cabeza. El recepcionista ve el ojo de David reflejado en el cuadro. Desde ese ángulo, la luz  procedente del ventanal abierto en la pared parece óleo y se confunde con el trazo del trapecio verde del margen inferior. David se coloca el pelo. Está perfecto, piensa mientras pasa cuidadosamente su mano sobre ese mechón rubio por el que todos suspiran. Ahora sí puede hacer la entrevista para Anne.

Es extraño. El recepcionista es testigo de algo fascinante. A veces un cuadro lleno de color puede ser un espejo, y David representa no ya a un cantante, sino una realidad, el verdadero estado del arte; la nada.

Speciale dédicace à Ave María Zimermann.

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