Luces que te harían dudar si se trata de un pesebre o un puticlub. Quizás ninguno de los dos. Olor a semen y revistas húmedas. Cartel de no fumar en una esquina. Las dos sillas de gamuza roja y algo incómodas están ocupadas por Rajoy y Puigdemont.
Rajoy: Bueno, pues no.
Puigdemont: Que sí.
Rajoy: No.
Puidgdemont: Sí.
Rajoy con inflexión de voz: No.
Puigdemont sin apartar la vista de la señorita que les enseña el clítoris al otro lado del cristal: Sí.
Puigdemont: Oye nen, así por saber, ¿hace cuánto que no te comes un coño?
Rajoy: ¿Cómo?
Puigdemont: Pues eso, una clotixna, un conill, un cony, una figa, un parrús, una patatilla, un puput, una xitxirinela, una xona…
Rajoy incómodo y con las axilas a pleno rendimiento: Prefiero hablar de política. En confianza (se acerca a la oreja de Puigdemont con la mano cubriéndole la boca): no me gustan las personas.
Puigdemont: Sí. Ahí estamos de acuerdo.
La escena se repite durante una hora, periodo de tiempo en el que desfilan por la cabina dos rumanas guapas, una cubana, dos españoles (uno de ellos de Hospitalet, el otro guardia civil sin casco) y ambos de pene ancho, un dominicano con una de Carabanchel Alto y una rara. Los dos políticos continúan mirando su reflejo en el cristal, ignorando lo que ocurre a escasos centímetros de ellos, como los niños que en algún momento dejan de querer a sus padres, aquellos que les hicieron tal y cómo son, que les dieron la oportunidad de dirigir un país, sus países, el nuestro, ese que, poco a poco, se convierte en luz negra con olor a rabia.