Todos los símbolos (de una civilización en ruinas) se derrumban, arden o terminan por pudrirse. Y lo hacen ante la mirada de curiosos y turistas, testigos involuntarios que quieren tomarse una foto de recuerdo frente a los restos de algo que fue bello porque fue construido por el hombre. Así ha sido siempre. ¿Hasta cuando podremos disfrutar de unos tótems que, como en el caso de Notre Dâme de un París herido de nuevo, desfilan ante nosotros como las fichas tambaleantes de un dominó?
Y no se trata de hacer comparaciones con la población civil arrasada bajo las bombas en Siria o Yemen —también patrimonio y responsabilidad de la humanidad—, ni con la pérdida de docenas de especies animales y vegetales que se producen a diario en nuestras selvas o con los miles de muertos entre los hierros de coches deformes y bajo las balas de humeantes pistolas. No.
Lo terriblemente desesperanzador de todo esto es que la antigua catedral, inspiración estética para Victor Hugo y lírica para Jacques Brel, también para cientos de patinadores y carteristas, ha desaparecido a causa de un cigarro mal apagado, de una chispa del tamaño de una luciérnaga recién nacida, de un gesto que equilibra los cientos de años invertidos en su construcción con la «nada» que persigue a Atreyu.
Substituyamos ese punto incandescente por el botón nuclear del despacho de un presidente, por un asiento contable de una multinacional y por un momento de ira, y obtendremos el siguiente resultado: algunas personas solo quieren ver arder el mundo.
Y París terminará acabándose también.
