La historia nos cuenta que Robert Dudley —conde de Leicester y ojito derecho de la reina Isabel I de Inglaterra con la que copulaba entre batalla y esquilmo— fue enviado a los Países Bajos junto a una partida de 6.000 soldados para ayudar a los rebeldes holandeses en su cruzada contra la tiranía española, por aquel entonces un temible y sucio imperio a las órdenes de Felipe II.
Al parecer y antes de cada batalla, los soldados ingleses exigían una ración de «coraje holandés» semejante a la que recibían religiosamente sus camaradas pelirrojos, demostrando una mala hostia tremenda cada vez que salían a cortar cabezas enemigas. Pocos saben que la pócima en cuestión era un buen lingotazo de ginebra, la cantidad suficiente para entonarse antes de morir.
Han transcurrido 434 años desde aquellos días de gin y rosas, pero la mayor parte de los músicos, actores y cirujanos que conozco se siguen entonando con un roncito, dos Jagger o lo que proceda, siempre con el objetivo de conectarse consigo mismos y soportar el enorme vacío —rayano en el horror— relacionado con salir a escena o la hoja en blanco. Es más, en algunos casos y siempre al terminar sus obligaciones contractuales continúan bebiendo, no porque les guste particularmente su sabor, sino porque consiguen, durante unos minutos de Anunciación etílica, algo parecido al gozo en cada sorbo.
Y es que el alcohol camina con las palabras, los focos y las notas, ayuda a sobrellevar la culpa del trabajo —maldición de la clase bebedora—, anestesia el paso del tiempo con sal y limón, ayuda a los feos a encontrar hueco en la cama de las más incautas y es un remedio infalible para soportar la estupidez de los amigos.
Parafraseando a mi querido Toni: «Soy realmente feliz cuando estoy borracho. Es una sensación inigualable. Ni tener hijos ni pollas. Estar pedo es lo mejor de la vida». Salud y moderación.
