Nos vamos a quedar sin alcohol

Curva de oferta y demanda. En el cruce, un consumidor, tú, yo o los demás, millones. Sucede desde el inicio del trueque. Hace poco, el papel higiénico desapareció de las estanterías. No se trataba de una cuestión de limpieza, sino de necesidad incomprendida. ¿A quién le preocupa limpiarse el culo cuando las ucis se saturan? Por lo visto a muchos, siendo más limpios los muertos que los vivos. Bueno, pues ahora que ya vuelve a ser 2019, un periodo extraño porque le faltan dos años y la suma da 21, la demanda ha despertado. Se trata de un monstruo, motor de esa enfermedad llamada consumo. Falta diésel en China, camioneros en Gran Bretaña y en breve la escasez llegará al Absolut, el Beefeater, el Jameson y la Seagram’s.

Y aquí surge la pregunta: y si no podemos ponernos pedo para celebrar la vida de cara y barbilla, el baile de cerca y las resacas de antaño (a partir de las diez de la mañana)… ¿qué vamos a hacer? El fin del mundo se parece mucho a la ebriedad a destiempo. Porque si algo tiene de bueno beber —el alcoholismo va a aparte— es la posibilidad de hacerlo cuando uno quiere, mejor desde temprano y alargarlo tanto que se haga corto o tan largo que «pasando de volver a casa». ¡Aj!, casa. Ahora, sin embargo, el temor a tener que pedir una sin a la fuerza resulta insoportable. Además, un bar de abstemios se parece a un hospital. Peligrosamente.

La cosa apunta peor en Navidades. Escenas de terror, cenando con la familia, delante de un árbol que luce y con agua. Hasta el pavo sabe a la desazón del abstemio. Cosas del libre comercio. Para rematar la escena, la inflación se encuentra en niveles del 92, el año en que fuimos reyes y creíamos que en el futuro todo sería mejor. Bueno, pues ese tiempo ha llegado y miramos hacia atrás porque entonces había alcohol para todos y algo de trabajo. Me gusta pensar que todo esto ha sido una locura transitoria. Y para eso necesito beber, vivir, amar.

Ilustración: Yang-Tsung Fan

Hartos de llegar borrachos a casa a las diez

Mucho se habla de la violencia en todas sus manifestaciones. Que si los radicales asaltan las tiendas de carcasas en lugar de las librerías, que si la Policía hace apología del terrorismo de bordillo sin consecuencias para sus socios numerarios, que si quemar ninots con la cara de Rajoy en Fallas es cultura, pero hacer lo propio con un muñeco de la Vicepresidenta es abominable… En fin, hay para todos los públicos, sin embargo y en el fragor de la batalla, nos olvidamos de esa sensación tan cruda que experimentamos cada viernes (y algunos sábados) al volver pedo a casa… a las diez de la noche. La incógnita —despejada hace siglos en otras latitudes— resulta tan difícil de asimilar en España que por esa razón nadie lo dice en alto, quizás con la esperanza de que pase rápido y así poder ajustar de nuevo nuestros ritmos circadianos a un consumo excesivo de alcohol.

Porque ahora, tal y como están las cosas y para los mayores de treinta y cinco, pedirte un vermú al mediodía equivale a ese segundo Dry Martini de las dos de la mañana, con la diferencia de que en la barra hay un par de niños comiéndose un torrezno y los mayores desayunan. Y claro, miras la hora y a las cinco de la tarde brilla el sol y tú vas ciego, barco de arroz a la deriva en un mundo concentrado en menos horas. Esto es una carrera contra el tiempo, pero una en la que con toda seguridad ya no despertarás en casa ajena, con ese «donde estoy» convertido en un clásico tan clásico como las películas de Bogart pedo. A las diez abres la puerta, te sientas en el sofá y miras el debate de La Sexta; el fin de fiesta soñado… para tu peor enemigo.

En lo que se refiere a los menores de veinticinco cuesta poco imaginarlos sentados a la mesa y comiéndose la sopa de fideos delante de padre y madre, que tampoco saben muy bien si es preferible tener al niño vivo y en un estado lamentable a las diez de la noche que despertarle a las seis del domingo oliendo a destilería, aunque a su hora. Fuera de la problemática quedan los abstemios, personas sospechosas enfrentadas a la mayor de las violencias: mantener la lucidez las veinticuatro horas del día más raro.

Ilustración: http://www.greg-guillemin.com

Venga, la última y a casa

De entre todos los mitos urbanos, embustes y trápalas que circulan por los burladeros de las ciudades españolas hay uno que se repite cada noche como un mantra alcohólico. Y nada tiene que ver con la imposibilidad de ser ricos y de izquierdas, o con que el frío causa resfriados y beber zumo de naranja los previene. Ni siquiera con el hecho de que vaciando la vejiga sobre el ombligo acribillado de tu novia la picadura de medusa duele menos. Créanme; las vacunas no producen autismo y cuando alguien dice eso de «venga, la última y a casa», la noche se va alargar. Pero un huevo.

Porque si hay algo que caracterice a los ibéricos es su capacidad para intentarlo y fracasar estrepitosamente ante la hostilidad manifiesta que producen esas seis palabras, seguidas del clásico «Rafa, no me jodas» o una mirada furtiva al reloj que, paradójicamente, se levantará con nosotros al día siguiente… fresco y sin inmolarse tras incumplir una vez más la eterna promesa de no pedir chupitos de Jägermeister o llamar a la camella cuando lo que toca es desayunar.

Existen 194 países en este dislocado mundo —193 si tenemos en cuenta que el Vaticano es una casa de putas—, todos con sus costumbres, ritos y excesos, pero cuando un español entra en modo pedo sabe que va a socializar, formar parte de algo, efímero y blando, pero algo al fin y al cabo, ser agua, quizás halcón peregrino y afrontar el hecho irrefutable de que no hay un lado oscuro de la luna. En realidad, siempre duerme iluminada por el sol, como las calles que guían nuestros torpes pasos de vuelta a casa.

Oda al alcohol y sus vapores

La historia nos cuenta que Robert Dudley —conde de Leicester y ojito derecho de la reina Isabel I de Inglaterra con la que copulaba entre batalla y esquilmo— fue enviado a los Países Bajos junto a una partida de 6.000 soldados para ayudar a los rebeldes holandeses en su cruzada contra la tiranía española, por aquel entonces un temible y sucio imperio a las órdenes de Felipe II.

Al parecer y antes de cada batalla, los soldados ingleses exigían una ración de «coraje holandés» semejante a la que recibían religiosamente sus camaradas pelirrojos, demostrando una mala hostia tremenda cada vez que salían a cortar cabezas enemigas. Pocos saben que la pócima en cuestión era un buen lingotazo de ginebra, la cantidad suficiente para entonarse antes de morir.

Han transcurrido 434 años desde aquellos días de gin y rosas, pero la mayor parte de los músicos, actores y cirujanos que conozco se siguen entonando con un roncito, dos Jagger o lo que proceda, siempre con el objetivo de conectarse consigo mismos y soportar el enorme vacío —rayano en el horror— relacionado con salir a escena o la hoja en blanco. Es más, en algunos casos y siempre al terminar sus obligaciones contractuales continúan bebiendo, no porque les guste particularmente su sabor, sino porque consiguen, durante unos minutos de Anunciación etílica, algo parecido al gozo en cada sorbo.

Y es que el alcohol camina con las palabras, los focos y las notas, ayuda a sobrellevar la culpa del trabajo —maldición de la clase bebedora—, anestesia el paso del tiempo con sal y limón, ayuda a los feos a encontrar hueco en la cama de las más incautas y es un remedio infalible para soportar la estupidez de los amigos.

Parafraseando a mi querido Toni: «Soy realmente feliz cuando estoy borracho. Es una sensación inigualable. Ni tener hijos ni pollas. Estar pedo es lo mejor de la vida». Salud y moderación.