Es curioso que responder a esta pregunta sea una cuestión en estos días, y no precisamente por la escasez de música disponible, sino más bien por la imposibilidad de encontrar una isla desierta en un mundo masificado. Y es que, tras rebuscar en Internet sobre los motivos que llevaron a Roy Plomley (creador del programa «Desert Island Discs») a plantearse semejante disyuntiva en soledad, la mayor parte de los tres mil invitados a la emisión, pertenecientes al mundo de la cultura, la política y la ciencia, eligieron mayoritariamente la Sinfonía No. 9 en Re menor de Beethoven y el concierto No. 2 en Do menor de Rajmáninov. ¿Casualidad o algo previsible?
Lo que no queda claro, a pesar de que la imagen de uno durmiendo la siesta entre dos cocoteros sea una constante en verano, es por qué habríamos de cargar con una maleta de discos en lugar de llevar un crucifijo, un mechero Bic o un bote de Aftersun tamaño familiar. La razón quizás tiene que ver con la capacidad de las canciones para amplificar en nosotros la tristeza y el miedo, revivir en la epidermis la emoción de esa primera vez, sensaciones etéreas que se concretan en una vibración cuya frecuencia fundamental es constante y que, de manera similar a las palabras pero desprovistas del componente activo que implica concentrarse en algo, nos elevan por encima del banco de arena náufraga para depositarnos justo al lado de aquellos con los que compartiríamos un baño en aguas turquesas a veintidós grados centígrados.
Porque, quieras o no, escuchar «Kid A« de Radiohead en una isla desierta implica arrastrar contigo todo el universo.
