Los entusiastas

Existe una especie de personas que se caracteriza por la exaltación del ánimo que les cautiva. Todas ellas —las reconocerás al instante por ese brillo característico en los ojos que precede a la palabra sí— son incapaces de no involucrarse en algo que amen, independientemente de las consecuencias sobre su salud o las personas que les rodean, perro, pelo y plantas incluidos.

La cuestión va más allá del trabajo, y también se encargan de pagar las rondas de los amiguetes —que desaparecen a la hora de aflojar— mientras se convencen a sí mismos de sostener la toalla entre los dientes ante la sempiterna frase de un mundo impertinente, ese cabronazo que no para de recordarles aquello de «¿no ves que estás muy mayor para dedicarte al voluntariado?».

Porque los entusiastas nunca tienen dinero y, sin embargo, no paran de sonreír, no pueden permitirse viajar cuando corresponde pero viajan a caballo, en pelotas, propulsados por el impulso de un nuevo proyecto, envejecen sin reparar en el pasado, arrinconan la razón a cambio de una causa perdida y encontrada, perdida y encontrada bis, ¡cantan, bailan, pintan, viven!…

El problema reside en los demás, listillos que los ven venir de lejos, aprovechándose del contagio que los une, transformando al idealista en títere, barco de arroz a la deriva inconsciente de su propia debilidad, quizás su mejor virtud.

Lo más curioso de todo es que ser entusiasta no implica nacer optimista, como si de alguna manera el saber de la existencia del precipicio bajo nuestros pies no fuera motivo suficiente para no dar un paso más, para renunciar a convertirnos en un delfín entre las olas de un mar embravecido.

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