A medida que el tiempo avanza y la vista flaquea vamos siendo un poco más conscientes de la poca certidumbre de las cosas: julio y agosto ya no representan aquel periodo de vacaciones eternas, sino que éstas se reparten en escapadas o cuando nos lo podemos permitir, las resacas duran más que el fin de semana —puentes incluidos—, todo el mundo se droga y el queso está por las nubes.
Sin embargo, y sobre todo después de las fallidas sesiones de investidura, la verdad se presenta como una aparición mariana —sin Rajoy— envuelta en las palabras de Rufián, vigía con acento catalán y el catalejo apuntando a la isla de las ilusiones perdidas. Y es que la izquierda, sea lo que sea este término con cierta debilidad estatutaria por el bienestar de los más desfavorecidos y la intervención estatal en cuestiones tan básicas como el trabajo, la asistencia sanitaria y la educación siempre pierde, y cuando gana… también.
Lo curioso es que escuchando al chico chuleta, tendente a la incontinencia verbal, la autoparodia y las camisetas con estampados criminales, nos damos cuenta de que la fusión de Unidas Podemos y PSOE no era más que un barco a la deriva, un cuerpo despellejado vivo antes de salir a escena frente al mejor de los públicos, ¡oh tú, derecha hierática y firme!, bloque de hielo patrio que asiste impávido a la hoja de ruta de siempre, aquella en la que los rojos se tiran por la borda entre gritos de responsabilidad, Sánchez, vetos e Iglesias.
Los demás se tapan los ojos, otros lloran y Gabriel nos recuerda sin querer las palabras de Julio, aquellas del «creo que no te quiero, que solamente quiero la imposibilidad tan obvia de quererte como la mano izquierda enamorada de ese guante que vive en la derecha».
¡Esperanza al agua! —gritó antes de verlos hundirse en el fondo del mar.
