Pasamos gran parte de nuestra vida asistiendo a cambios corporales inexplicables, contradicciones existenciales que nos convierten precisamente en aquello que siempre nos resistimos a ser, copias defectuosas de nuestros padres sin hipotecas, hijos y, por supuesto, mucho menos dinero en el banco.
De entre todos esos golpes bajos con los que castiga el paso del tiempo —dejando a un lado las tragedias personales— destaca la afición por coleccionar gatos, perros o relojes de arena, el intercambio de valores revolucionarios por otros de corte más capitalista, la renuncia a aquellos planes que dibujábamos sobre una hoja en blanco con un lápiz Alpino… y nuestros gustos por un determinado tipo de mujer.
Y es que de pronto, como si un espíritu crepuscular se hubiera colado en el interior de una psique en busca de nuevas emociones, muchas de las mujeres a nuestro alrededor nos resultan demasiado niñas, o directamente son las hijas de aquellos que decidieron renunciar a su existencia a cambio de entregárselas a los cachorros; y en esa encrucijada de uniformes escolares ampliamos el rango de frecuencia hasta llegar a sus madres, o como lo definen las mujeres de cierta edad, comenzamos a sentirnos atraídos por las señoras.
Su belleza nos descompone, abruma y nos plantea preguntas, ¿pero no se suponía que la naturaleza debía arrastrar inexorablemente el instinto hacia tierras fértiles?, desvía nuestra mirada en dirección al tríceps braquial o esos encantadores pliegues en torno a los ojos, los nervios del cuello, su paso firme y a otro compás, el de la certeza de florecer pasados los cuarenta. Resulta que no solo se puede, sino que debemos serle infieles a la vida, recuperar la inocencia del voyeur jubilado, enterrar los estribillos del puto Bertín Osborne y asumir el hecho de que ser adulto no implica ser un niño muerto. ¡Joder, cómo me gustan las señoras!
