Nunca en toda nuestra vida habíamos hablado tanto con los amigos como ahora. Al despertarnos, antes de programar el despertador, en el váter… Ahí están ellos, onmipresentes e ubicuos en el grupo de Whatsapp, comentando cada detalle de la realidad, desmenuzando un tiempo que se nos hace bola y que, por lo visto, va camino de convertirnos en la segunda generación de topos desde el inicio del franquismo, tiempo de interiores que recluyó a los derrotados en trincheras infinitas… en casa. Y es que la historia se repite y, por lo visto, los comportamientos también.

Están aquellos más desbordados que nunca, escribiendo ese libro pospuesto durante años, perfeccionando el inglés y el punto de cruz. Tienen cinco minutos para charlar contigo porque después comienzan la clase de Kundalini Yoga y ukelele por Skype, han retomado la pintura y el ikebana y antes de cenar tienen prevista una visita virtual por el Museo del Prado a las 18:00. Hoy además dan «La Traviatta» en el ciclo de la ópera en casa del Teatro Real. Todo lo contrario de aquellos que no notan nada raro. Es más, hacen la misma vida de siempre, los de vinito del Hipercor y el pijama, leyendo en el salón, con el menú gourmet casero para una persona y exprimiendo la soledad del solitario. Por cierto, ahora beben más. Mucho más. Día y noche.

Luego están los que retransmiten su vida en directo, comentan discos, impresiones y anhelos, nos hacen partícipes de su tedio a cada momento, recitan poemas de Elvira Sastre, beben café o se maquillan, despertando recelos entre los que consideran que el fin del mundo es aquí, ahora y lo mejor sería comprarse un todoterreno y una pistola, abandonar la ciudad y refugiarse en el comedero de conejos de la casa familiar. Y sí, mamá; ahora soy yo quien te llama todos los días para ver qué has comido. Cosas de la vida en cuarentena.