Si de algo está sirviendo este encierro, además de para señalar con el dedo a los irresponsables, es para entender la acción. Ahora que la calle es un dulce recuerdo crónico, ámbito democrático y fluido en el que ricos y prestamistas, curritos y herederos compartían rutinas —mejor o peor remuneradas—, el interior de nuestras casas nos interpela a la mayoría, devolviéndonos un reflejo distorsionado, esa aspiración convertida en falta de movimiento.
Porque reconozcámoslo. No es lo mismo aislarse en la mansión de Arnold Schwarzenegger, con sus dos burritos Whisky y Lulu trotando sobre el mármol de la cocina que permanecer recluido en un piso de cuarenta metros sin luz interior. Y, al igual que algunos se han propuesto sacar ratio político a esta pandemia, saliendo en las portadas de los periódicos, lanzando mensajes de ruido y furia, otros se juegan la vida «a cara tapada», sin más ayuda que una firme convicción de ayudar, la única opción legítima y fieramente humana.
Que cada uno decida cual es su papel en un estado excepcional, mitad muerte lejana, un poco sueño, quizás inevitable. Es ahora cuando entiendo aquellas palabras pronunciadas por el labio inferior de mi madre durante el combate de papá contra el cáncer: «No tienes que hacer nada, solamente estar presente cuando se te necesite». Y así es como la espera consciente se convierte en ayuda, en movimiento hacia delante, en música. Vamos a por el octavo día.
