El mal de las videollamadas

Nadie dijo que fuera fácil. Pero de pronto, llegadas directamente de Silicon Valley y los vagones de metro: las videollamadas. Porque ellas solas se han convertido en el nuevo botellón, la mejor manera de no sentirnos solos, ese recurso al que agarrarse para beber más con menos cargo de conciencia. Primero fueron los mensajes desde las 8:15 A.M. hasta la medianoche, después el chat, y más tarde y en progresión exponencial, la reunión de colegas en pijama mirando a una pantalla. ¿Cómo coño ha podido suceder algo así en apenas dos semanas?

Vaya por delante que los amigos son lo más importante, los únicos que van a decirte que la estás cagando cuando el resto del mundo te pone una corona de flores —es época de camelias—, y ahora verles ahí, en ese tetris mal iluminado, con las sudaderas llenas de manchas de tomate —la viva imagen de Ortega Lara en el 2020—, medio calvos —salvo los que pasaron por Turquía antes de la debacle—, no sé, me parte el alma. Si esto se supone que nos acercaba un poco, ¿por qué los siento más lejos que nunca?

Será por el turno de palabra —aquí nadie habla como en Telecinco—, porque la cerveza sabe a arena entre cuatro paredes, porque se han acabado los pistachos y algunos dejan conectada la cámara 24/7 mientras friegan los platos, cagan o ven la tele, así, como para monitorizar las constantes vitales en confinamiento. Por supuesto, intentar explicar a mi madre cómo funciona Facetime es una temeridad así que me resigno. Hoy videollamada «Friends» a las 20:00 o si os apetece antes también me dejaré caer por mis ‘stories’. Fijo que me pilláis en casa.

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