A pesar de lo que podría parecer, esta situación que estamos «padeciendo» —el verbo vivir sobrelleva peor el encierro— es única, pero no excepcional. Sucedió con la plaga de Justiniano (541-542), la peste negra llegada por agua salada (1346-1353), el cocoliztli en México (1519-1600), la gripe española bis (1918-1920), sin olvidar la viruela en Japón (735-737) o el VIH, todavía latente en nuestra sociedad desde 1981. Sin embargo, por primera vez en la historia y por culpa de las redes, asistimos no a una, sino a docenas de teorías «conspiranoicas» relativas al virus de los cojones.
¡Pónganse las mascarillas y los guantes! La culpa fue de un murciélago y una china con hambre; se trata de un invento comunista para dominar el capital, acabar con los viejos y despedirnos de la Unión Europea; es el nuevo hobby de Bill Gates y su mujer en su empeño por seguir abriendo ventanas al mundo; el profesor Chandra Wickramasinghe del Centro de Astrobiología de Buckingham afirma que el virus cayó a la tierra envuelto en una gran bola de fuego extraterrestre, más o menos del tamaño de la cabellera de Jerry Lee Lewis; ¿y qué decir de la construcción de las torres 5G? Pues eso.
Hay muchas más, y por una vez Yoko Ono no está involucrada en el asunto. De lo único de lo que podemos estar seguros es de que, en momentos así, con la realidad convertida en una medusa a la parrilla, es fácil dejarnos caer en las tentáculos de lo inverosímil y confiar en el credo de la ignorancia, más que nada porque buscar la verdad nos convertiría automáticamente en víctimas del desencanto. Y eso duele.

.