Salí a la calle y no me gustó

Después de cincuenta y cinco días —sí, mi hipocondría me obligó a echar el cierre antes de la declaración del estado de alarma—, he tenido que salir para comprar Hemoal, ibuprofeno y unas toallitas de bebé con extracto de aloe vera. En el trayecto de mi casa a la farmacia, dos manzanas y media de edificios de ladrillo visto y bares en suspenso, me crucé con cuatro repartidores de Glovo, uno de DHL y el vecino ‘cool’ con perro-accesorio. Lo siento querido, pero necesitas un corte de pelo y lo sabes.

El sol era el mismo de siempre, quizás algo más tibio de lo habitual por estas fechas y las pocas personas que deambulaban por la calle escondían el miedo detrás de mascarillas azul cielo, como si de alguna manera sus zapatos pisaran asfalto al tiempo que sus mentes volaban lejos. Hice la cola respetando la distancia de seguridad, aseguré a la farmacéutica que la pomada era para un pariente lejano y regresé a casa sin mirar mi reflejo en ventanillas de coches repletas de caca de paloma.

Tengo que reconocer que pensé en la vida en cautividad y un poco en la muerte, en lo bien que se está en este Madrid de agosto perpetuo y en lo decepcionante que resulta volver a la calle después de esperar tanto tiempo para hacerlo. Quizás el encierro haya servido para darnos cuenta de que lo necesario es invisible, de que algunas cosas nunca cambian, y que la esencia de la vida es, precisamente, esta última.

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