A las cinco y uno de la tarde. Desde hace dos semanas lo repito cada día, a las cinco y uno en punto. Sucede así. Abro la ventana del cuarto de baño, coloco mi pierna izquierda sobre el váter a modo de bastón, apoyo mi torso pálido en la mocheta y tomo el sol. Es un gesto torpe que me equipara con un árbol o una flor, pero durante diez minutos —exceder esa cifra implica deshacerse como una vela— es posible ser y solamente ser, olvidarme de estar en un mundo que no es más raro ahora que antes. Ya lo era… y mucho.
Cierro los ojos. El calor cae de golpe sobre un párpado y mi mente vuela lejos, se hace nube, más que nada porque todo lo relacionado con la vida en la tierra, con sus sapos bufos, Nacho y el sexo, las hogueras de América, nuestra rabia y sus derivas, el próximo ataque de los alienígenas y un grupo de monos que huyen con muestras de Covid-19 dejará de ser noticia. Ahora la única sorpresa es que el mundo continúa con su movimiento de rotación. Sigue a lo suyo. Y gira, y gira, y gira.
Regreso al estar. El viento me despeina y agita la copa del cerezo en el jardín de enfrente. Madrid late, araña con sus tejados planos y esas antenas que apuntan hacia un futuro 5G. A las cinco y once el leopardo lucha con la paloma y el reloj se resiste a dejar de dar las horas. Cierro la ventana. Mi piel está tibia y recuerdo la ilusión del mañana, el mismo una hora más tarde que ahora vale más que antes porque, a pesar de todo, sigue siendo. Otro milagro invisible se obra en un cuarto de baño.
