Recorrer Benidorm en estos días es una experiencia más enmarañada de lo que ya era en 2020. Los rascacielos, vestigios mudos de la avaricia, siguen dislocando el horizonte, pero no hay viejos cachas por la calle, ni adolescentes con bulldogs tatuados sobre miembros rosáceos, ni restos de helado derretido en las aceras. De pronto, el monstruo de hormigón es un pueblo inhóspito que recuerda a aquellos frecuentados por las espuelas de Clint Eastwood en los spaghetti western. Sin música. Porque aquí nadie grita. Con suerte alguno se baña rápido. Y todo por culpa de él, el invisible, el causante de este desvelo mundial que nos tiene reservada la segunda tanda.
Mientras todavía se intenta despejar la incógnita del número de fallecidos, los negocios echan el cierre. Y es que aguantar tres meses parecía posible, en cambio, prolongar la actividad a medio gas termina por ahogarnos, incluso en la estación seca. Y así sucede en Zaragoza, en el barrio de Gràcia o en la Calle Real de Segovia. España se alquila a precios desorbitados y sus habitantes hacen todo lo posible por encontrar un trozo de azul entre un verano gris.
Mi madre me contó que al abuelo Antonio (Santiago de Compostela, 1913) le propusieron invertir en Benidorm, por entonces un pueblito blanco rodeado de agua salada. El abuelo rechazó la oferta y, sin embargo, sobrevivió a la gripe española, al crack del 29, a la Primera Guerra Mundial, a la Guerra Civil, a la Segunda Guerra Mundial, a la crisis del petróleo, a once hijos, a la mentira de Europa y a un mundo en continuo retroceso. Al final va a resultar que «la esperanza sí es el sueño del hombre despierto». O eso me repito cada día al acostarme.
