A España vienen muchos turistas cada año. Muchísimos. Son tantos que llegan colapsar el centro de las ciudades y, en ocasiones, la espuma de sus mareas trae consigo botes de crema y colonia barata. Mientras tanto, los de aquí, si no se dedican al servicio o a «emperder», escapan hacia postales exóticas, movidos por el afán de imitar a los demás, olvidándose de que transitar nuevos caminos es una necesidad interna, una brújula rumbo al ventrículo perdido. Es curioso porque, al final, el españolito regresa a casa siguiendo el rastro de las migajas dejadas por el turismo internacional, el mismo que nos ha enseñado a no ser exploradores en nuestra propia tierra.
Y es que, por mucho que España viva de sus ladrillos frente al mar y sus playas repletas de acentos y pezones, nadie parece estar contento nunca. Los vecinos porque el verano es invivible y sus noches huelen a orín, los hosteleros porque la ocupación no supera lo esperado —sobre todo la de este año— y los despistados de siempre siguen sin saber qué hacer si el destino de su billete se pronuncia a la primera. Y así seguimos, a vueltas desde el 48.
La inercia de todo este entramado es tan demoledora que a nadie le interesa reorientarla hacia un punto intermedio, ni pa’ nosotros ni pa’ ellos, menos gente, más personas. Es mejor continuar siendo ese país de alquiler en el que unas pocas estirpes hoteleras se reparten un pastel de nata agria que justifica cualquier medida inmovilista. Qué extraño; siempre creí que la única manera de viajar era hacerlo cada cierto tiempo, ignorar hacia dónde se está yendo… y volver para contarlo. Resulta que es una imposición social, incluso en 2020.
