El apetito por la destrucción

Ayer. Una explosión se origina en Beirut y, en cuestión de segundos, se propaga por el mundo. De pronto, el horror puede palparse, ser admirado y trascender en dirección al cielo. Después pinta un lienzo sin marco, salpica en bucle la retina del observador lejano: tú, yo, los otros. Su estruendo atraviesa la paredes del 5G y el cerebro reclama nuevas dosis, otros ángulos. Y proliferan las imágenes de un mar dislocado o una terraza con vistas al epicentro del mal. Es hipnótico, magnético y, en ese momento de belleza salvaje, casi nadie repara en las consecuencias. La vida queda en suspenso, la fuga del monarca es una entelequia, las víctimas pertenecen a un futuro que ahora es ruido y polvo al polvo.

Hoy. Al menos cien personas han perdido la vida. Los heridos superan los 4.000. El país queda tocado de muerte en el peor momento. Pero ¿cuándo es el momento propicio para sufrir una catástrofe? La respuesta es nunca, como siempre sorprende darnos cuenta de nuestro apetito por la destrucción. Quizás sea eso lo que nos hace fieramente humanos. Porque solo los hombres son capaces de admirar la belleza del último suspiro… para seguir dándole impulso a la sangre hacia el ventrículo.

Hace meses que en este planeta solo ocurren cosas horribles. A pesar de todo, los beirutíes amanecieron con el sol, se desprendieron el polvo y las lágrimas de las mejillas y ya piensan en reconstruir lo cotidiano. Esa es la prueba fidedigna de que la gran belleza no está en los fuegos artificiales. Mi más sincero pésame para todos ellos.

Ilustración: Jason Martin

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